Los
cuatro fieles orientan sus computadoras, alineadas en red, hacia
los puntos cardinales. Se conectan a la Web, escriben en el navegador
el URL del ciberchamán y, en un pase sincrónico, cliquean
Enter. Los monitores brillan, la Luna también. Las
PC rodean un círculo mágico formado por velas rojas
y algunas estatuillas sobre el césped. El ingeniero
Mark
Pesce
es el maestro de ceremonias. Cada pantalla
muestra un ángulo distinto del espacio sacro tridimensional.
Cuatro poliedros multicolores (los “elementos”) y una esfera metálica
(el “caos”) vagan por el monitor. Un iniciado entona un mantra,
otro recita un pasaje mitológico y una mujer desnuda danza
alrededor del círculo, al ritmo de una campana tibetana.
Más tarde, el anillo mágico se expande: entran a la
Web los internautas que siguen a Pesce en todo el globo. Objetivo
a cumplir: “que el espacio electrónico entre en resonancia
con el mundo real”.
Así
como los antiguos paganos invocaban a los elementos que -según
su credo- constituían el Universo (aire, agua, tierra y
fuego), Pesce recurre a los componentes de la sociedad digital:
silicio, plástico, fibras ópticas y vidrio... (Merlini,
1998)
Es
que los designios del Señor son inescrutables. Y ahora,
que sus infinitas viñas se extienden por el ciberespacio,
vuelven a desafiar la capacidad de asombro. Todos los días,
una nueva propuesta espiritual intenta abrirse camino en la Web.
No siempre cuentan con una vida anterior en el mundo real: de
millones de sitios que responden a movimientos religiosos establecidos,
sólo unos pocos nacieron, crecieron y se consolidaron exclusivamente
en la Red. Su principal atractivo es que supieron adaptarse al
nuevo soporte digital: millares de cultos acopian datos personales
de potenciales adeptos para mejorar la cosecha (pueden contactar
al interesado en la intimidad de su casa en un momento de aislamiento
y soledad), se celebran rituales donde el cuerpo se une a la
máquina para alcanzar el éxtasis místico
(el creyente posa la palma de su mano en el monitor para recibir
“fluido vital”) y surgen comunidades on-line donde los miembros
son representados por íconos o “avatares” que son bautizados
con “agua virtual”: la interactividad comienza a ofrecer un medio
casi tan “caliente” como la participación de cuerpo presente
en una iglesia de verdad.
La
Primera Iglesia del Ciberespacio
está entre las pioneras. Miles de
internautas se conectan a la vez para rezar mientras oyen un sermón
on-line y muchos juran que -pantalla mediante- suceden milagros.
Fue creada por Charles Henderson, un pastor presbiteriano orgulloso
por sus “treinta años de experiencia en ministerios convencionales”.
Henderson predica la necesidad de que cristianos, budistas, judíos
e islámicos se asocien en un portal común para fundar
el “Gran Templo Cosmopolita” de la Red y se jacta de haber lanzado
“el primer site ecuménico de teología Java de la
Historia”. Convencido de que “el impacto de Internet en la religión
será igual o mayor que la invención de Gutenberg”,
el ciberpastor piensa que, así como la imprenta arrebató
el monopolio de la Biblia a las jerarquías de la Iglesia
permitiendo que cualquiera pueda acceder a ella sin intermediarios,
“Internet ayuda a que los buscadores espirituales entren como
si usaran el carrito del supermercado, tomen lo que necesitan,
y reconstruyan su propia fe personal”. Cybersoc,
un journal electrónico que nuclea a los principales analistas
del ciberespacio, recoge el testimonio de una fiel de Henderson:
“Me ayuda a pasar el día: puedo leer sermones y chatear
con otros creyentes. Por el horario de mi trabajo, no puedo asistir
a los servicios de una iglesia”. Otra novedad: la presencia
física del creyente deja de ser imprescindible para el
Dios de la era digital.
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