Hay
que ser temerario para “denunciar” que la tecnología
occidental encontró inspiración en antiquísimos
mitos religiosos. Hay tener coraje intelectual para desnudar
las tradiciones culturales y los mecanismos psicosociales -no
otra cosa pone en marcha a la imaginación humana- que
precedieron a los grandes descubrimientos. David
Noble es un científico audaz. Por eso escribió
una obra incisiva, atrevida y polémica. Pero,
sobre todo, exhaustiva, profunda y documentada.
Noble,
profesor de la Universidad York de Toronto (Canadá),
revisó mil años de la historia de las ideas para
llegar a una conclusión que a muchos se les antojará
inesperada: la actual fascinación que ejerce sobre
nosotros la tecnología está anclada en arcanas
esperanzas místicas que tienen su origen en la búsqueda
de la “divinidad perdida”. Mitos que -le guste o no a racionalistas,
ateos y agnósticos - fueron las musas que inspiraron
a ilustres personajes que luego dieron alguna memorable vuelta
de página a la Historia.
En
su minuciosa búsqueda de discursos históricos
que respalden sus afirmaciones, Noble descubre que, desde el
siglo XI, las artes manuales comenzaron a identificarse con
el concepto de redención. Y aterriza en el siglo XX,
cuando el hombre decidió competir con Dios, enarbolando
el poder y la gloria que le imagina al Creador. La metáfora
que representa mejor a esta idea es “la manzana del conocimiento”.
Y los conocimientos que permitirían la clonación
de otro hombre -otro hombre a su imagen y semejanza- sería
la fantasía más cercana a ese paradigma.
Noble
argumenta que la cruz y la probeta no son (o al menos no
siempre son) símbolos antagónicos. Si antiguamente
la religión era la encargada de explicar el mundo, ahora
es la ciencia -mediante discursos y modelos basados en el método
científico- la que tiene “la misión” de articular
una nueva cosmogonía. Según el historiador, el
hombre recupera preguntas ancestrales propias de la religión
(“quiénes somos, de dónde venimos, a dónde
vamos”), para hallar respuestas a viejos interrogantes
compartidos por las sociedades occidentales en las que centra
su análisis.
Sus
hallazgos no le quitan méritos a la ciencia ni pretende
con ellos glorificar a la religión. No postula que tecnología
y la fe son complementarias. Pero tampoco que son contrarias,
o que constituyen escalones diferentes de la evolución
humana. Se nota, sí, un esfuerzo por ubicar las incógnitas
de la ecuación en sus justos términos. Noble
demuestra que hoy como ayer, “el chip y la plegaria” están
fusionados, en la medida que detrás de toda iniciativa
tecnológica descansa un empeño esencialmente religioso.
“Aunque los tecnólogos actuales en su seria búsqueda
de utilidad, poder y beneficios, parecen establecer la norma
de racionalidad social -escribe-, también ellos se rigen
por sueños distantes y por anhelos espirituales”. Las
aventuras experimentales de los alquimistas, el descubrimiento
de América, la conquista espacial y el auge de Internet
se nutrirían de la misma fuerza motriz: la contención
y el marco que ofrecen los sentimientos religiosos, que
acabarían potenciando un instinto creador que trasciende
el tubo de ensayo, la meta aparentemente utópica del
desplazamiento más allá de las fronteras, el descubrimiento
del “alma” del chip... y sigue la lista.
Hace
algunos años, el ex presidente de los Estados Unidos,
Bill Clinton, anunció que
los científicos estaban aprendiendo “el idioma con el
cual Dios creó la vida”. No se refería a la
Biblia sino a la divulgación del mapa de 97 por ciento
del genoma humano. No lo dice solamente un político:
no pocos ingenieros genéticos están íntimamente
convencidos de que son parte de una gesta heróica,
cual aguerridos monjes seculares que participan en “Nueva Creación”
emparentada con la “Obra del Creador”. Ese combustible -según
la tesis trabajosamente defendida por Noble- emana del fantástico
poder que otorga la imaginación religiosa. La fuerza
interior empeñada en explicar lo inexplicado y revelar
el misterio; el impulso que lleva a desmontar “el motor de la
vida” para descubrir su funcionamiento; o inventar un horizonte
y luego alcanzarlo.
El
triunfo de la ciencia no sería un indicio de esterilidad
religiosa. Todo es parte de lo mismo: la tecnología
no va por una vía paralela a la espiritual, porque “sin
sustento espiritual no hay progreso”. Para Noble, ese pacto
híbrido no es un cheque en blanco. Si bien esa convergencia
alguna vez mejoró el bienestar humano, ahora corre el
riesgo de convertirse en una amenaza para la supervivencia de
la especie. Una sacralización desmesurada e indiscriminada
de la tecnología, pontifica, puede conducirnos a un callejón
sin salida. Noble -científico al fin- acaba siendo
apocalíptico: propone una urgente reflexión
colectiva para anticiparse y evitar el derrumbe.
Alejandro
Agostinelli © Febrero de 2002. Especial para www.dios.com.ar
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