Todo
empezó como una diversión para saciar mi curiosidad.
No imaginé que se transformaría en una experiencia
increíble. La primera impresión que me llevé
del maestro -o como se llame-, fue mala: lo creí un chanta.
El diálogo inicial no me convenció. Pero tampoco
me hizo desistir...
El maestro me hizo recostar en un sillón, apagó
la luz y comenzó a hablar para tranquilizarme. Una parte
de mí seguía todo lo que decía. Pero otra
se resistía a entrar en ese trance. La lucha entre esas
dos fuerzas no duró demasiado. Después, sin darme
cuenta, se desvaneció.
Cuando entré en situación, sentí
una paz absoluta. El cuerpo me pesaba y todo lo que él
me decía se cumplía. Mis ojos comenzaron a sentir
el mismo peso de mi cuerpo hasta que se me pegaron los párpados,
a pedido del maestro.
Minutos después pidió que me imagine
en una habitación, con paredes blancas y un ventanal luminoso.
Lo ví todo. Los olores pasaron por mi olfato. Yo realmente
recorría ese lugar.
Después pasé a otro espacio diferente.
Esta vez, en cambio, no lo fijó él. Yo misma describí
el lugar. Era una habitación blanca, empapelada, cuya textura
era un fondo de flores color rosa oscuro. Había una cama
de bronce, un escritorio y un placard con un espejo interior en
una de sus puertas.
"¿Cómo te llamás?", preguntó
el maestro. "Laura", respondí.
Me describí con un vestido azul y celeste.
Cuando pidió que me mire al espejo, sentí que era
yo misma. Pero el espejo no reflejaba mi imagen. Era una chica
de 14 años, con bucles color castaño claro. La descripción
no coincidía para nada con mi apariencia actual. Pero,
al parecer, el espíritu de esa chica era el mío.
Entonces me preguntó con quién estaba.
Le respondí que estaba sola y que me sentía muy
aburrida porque mis padres no estaban. "Laura -dijo el gurú-
¿cuál es tu apellido?". Me quedé callada tratando
de acordarme. Pero yo no registraba un apellido. "No importa",
siguió.
Me pidió que me remontara a mis 20 años.
Fue fácil. "¿Dónde estás?", preguntó.
Ahí estaba yo, entrando a un edificio con ladrillos a la
vista y varios pisos de altura. En un cartel rectangular se leía:
"Universidad de California". Le conté que cursaba
abogacía. Pero que no me gustaba estudiar porque mis padres
me obligaban. "¿En qué año estás?",
me preguntó. "En 1952", respondí.
Luego me llevó hacia el final de mi vida.
Yo estaba postrada en una cama. Me sentía muy débil
y demacrada. Al lado mío estaba Gabriel, mi marido. Hablé
de mi hijo, que se llamaba Tomás. Yo había muerto
a los 69 años.
BUENA MUERTE Al morir me sentí muy
bien. Liviana y, sobre todo, muy feliz. Durante el trance, la
etapa donde reviví mi supuesta muerte fue la mejor. Todo
era lindo y ameno. Mi aspecto físico era vaporoso, como
un humito gris claro con vetas blancas. Mi cara era la que tengo
ahora y sonreía.
Los espíritus que estaban conmigo eran tan
felices como yo. Estuvimos un rato haciendo cola en una especie
de banco que se llamaba internivel. Todos subimos a una
pileta y -sin que nadie me dijera nada- descendí hasta
encontrarme en el cuerpo de una bebita recién nacida.
El maestro comenzó a hablar y de a poco me
hizo retroceder a mi vida actual. Cuando volví por completo,
sentí el cuerpo pesado. Seguí sus dedos con la vista
hasta que mis ojos se cerraron nuevamente. Me habló unos
segundos más, hasta que me sentí mucho más
relajada. Había regresado al presente.
¿Qué pienso yo sobre lo que sucedió?
En mi humilde opinión, esta experiencia surgió
de mi imaginación. La historia resultante fue una
serie de ideas que guardo en mi memoria, y se fueron armando con
la ayuda del maestro.
Por otra parte, en la vida pasada a la que me hizo
regresar, yo debería morir en el 2001 [N. del E.: la sesión
tuvo lugar en 1995]. ¿Eso quiere decir que mi yo anterior todavía
está vivo? No tiene el menor sentido. Porque, si fuera
así, ¿dónde está mi otro yo?
Primera publicación: Sección "En
Trance", diario La Prensa, Buenos Aires, 19 de junio
de 1995. © Natalia Otazúa. Todos los derechos reservados.
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