[ENSAYO DE ANTICIPACIÓN]

EL MANICOMIO PIROTÉCNICO: UN SUEÑO
NORTEAMERICANO ENVUELTO EN LLAMAS
Por Mark Dery

En 1999, el crítico cultural Mark Dery escribió un libro donde anunció que el descontrolado frenesí del fin del siglo XX era un clip precognitivo del Tercer Milenio. Es que parece vaticinar el "carnaval infernal" que significó el bautismo de horror del 11-S. Pero Dery es un visionario curioso: vio lo que estaba por venir mientras cuestionaba a quienes, embriagados por excesos de milenarismo que eventualmente alcanzó niveles patológicos de conspiranoia finisecular, están sembrando la simiente de la autodestrucción en sus percepciones del futuro.


Con la luz eléctrica como aprendiz de brujo, los tres grandes parques de diversiones de Coney Island -Steeplechase, Luna Park y Dreamland- conjuraron una “ciudad de fuego”, con una aurora visible a cincuenta kilómetros mar adentro. Asombró a todos los que la vieron a principios de siglo. Un escritor describió a Luna Park como un “cementerio de fuego” cuyas “tumbas y torretas y torres [estaban] iluminadas con haces mortuorios de fuego”. Aun el taciturno Máximo Gorki fue víctima de un arrebato de éxtasis al ver a Luna Park de noche -sus espiras, domos y minaretes encendidos con un cuarto de millón de luces. “Dorados hilos de telaraña se estremecen en el aire”, escribió. “Se entrelazan en patrones transparentes y encendidos que ondean y se deshacen, enamorados de su propia belleza reflejada en las aguas. Fabuloso más allá del pensamiento, inefablemente hermoso, así es este ardiente resplandor”. Otro escritor llamó a Coney un “manicomio pirotécnico”, una frase salida del pregón de un circo viajero que captura a la perfección la mezcla distintiva de diversión infernal y locura masiva, de tecnología y patología que uno hallaba en la isla.
El día en que Dreamland se incendió, Coney se convirtió en un verdadero manicomio pirotécnico. En la madrugada del 27 de mayo de 1911 un incendio estalló en la Puerta del Infierno, un paseo en lancha a una fosa sin fondo. El fuego destrozó las construcciones de yeso de Dreamland mientras “las llamas incontrolables subían más alto que cualquiera de las torres de Coney, los animales aullaban desde el interior de las jaulas en donde quedaron atrapados y los leones, enloquecidos, corrían con las melenas en llamas por las calles” -una escena digna de las épocas más delirantes de Salvador Dalí. En tres horas la fantasía de palacios, columnas y estatuas de un blanco virginal quedó reducida a varias hectáreas de ruinas que ardían en rescoldos y que nunca serían reconstruidas.
Ahora, mientras encaramos el fin de milenio, Dreamland arde otra vez.

TODO ARDE, TODO EXPLOTA
Es un lugar común decir que algo está “descompuesto” en Estados Unidos, como afirmó el senador John Kerry a raíz del bombardeo en Oklahoma; que “todo lo que está amarrado se está desatando”, como ha apuntado Bill Moyers; que “el mundo se ha vuelto loco”, como lo declaró Unabomber en su carácter oficial de editorialista y terrorista.
El Unabomber es un hombre que tiene el dedo puesto en el pulso de la nación -¿o acaso es un detonador?- Ésta es la época de “arder y explotar”, como se dice en la jerga de los escuadrones de bombardeo, desde la destrucción masiva en Oklahoma City y el World Trade Center hasta la explosión en el Parque Olímpico de Atlanta. La granada activada que se encontró en un puesto de periódicos en Albuquerque es tan sólo un dato estadístico más en el número creciente de bombardeos, que en 1993 aumentaron a mil ochocientos ochenta, cuando, una década antes, se registraron tan sólo cuatrocientos cuarenta y dos.
Cada vez más personas creen que la anarquía anda suelta por el mundo, como lo predijo Yeats; que los mejores carecen de toda convicción, mientras que los peores (terroristas como el Unabomber y Timothy McVeigh, líderes de sectas como David Koresh de los davidianos y Marshall Applewhite de Heaven’s Gate) gozan de una apasionada intensidad. El crítico cultural James Gardner cree que vivimos en una “era de extremos”, una época de “fragmentación y polarización infinitas” en la que el extremismo “se ha convertido en el primer recurso en vez de ser el último”.
En Underworld, la más reciente novela de Don DeLillo, un personaje se lamenta ante el fin de la Guerra Fría: “Muchas cosas ancladas al equilibrio del poder y del terror parecen haberse desbaratado, atorado. Ahora las cosas ya no tienen límites... La violencia es más fácil y está desarraigada, fuera de control; ya no tiene medida ni una escala de valores”. Un encabezado de The New York Times lo dice todo: “Un nuevo mundo de carreras armamentistas por contener”. La bomba, que solía ser la medida de la virilidad de las grandes potencias, se antoja menos impresionante en un mundo donde la tecnología y el mercado armamentista posterior a la Guerra Fría han equipado a muchos países del Tercer Mundo con armas nucleares propias, misiles armados con gas venenoso o gérmenes letales. Y para las naciones que realmente no tienen dinero, ahí está el eficaz coche bomba -“el modo en que el pobre sustituye a la fuerza aérea”, como dijo un experto en contrainsurgencia.
Peor aún: vivimos en una era en donde un loco solitario como el científico de The Cobra Event (1997), la novela de Richard Preston, puede idear en una maleta el equivalente biológico de un arma nuclear. El presidente Clinton, a quien sus asesores han descrito como “obsesionado” con la amenaza de una guerra bacteriológica, quedó tan impresionado con el relato de Preston -un sociópata siembra el terror en Nueva York con una “viruela cerebral” diseñada genéticamente- que ordenó a los expertos en espionaje que evaluaran su credibilidad. Al parecer el libro tuvo un papel catalizador en la decisión de Clinton de iniciar un apresurado proyecto de varios millones de dólares para almacenar vacunas en puntos estratégicos de todo el país.
Aun la naturaleza parece estar cometiendo actos aleatorios de violencia insensata, desde plagas transportadas por aire como el virus Ebola hasta el caos provocado por El Niño. A veces, claro está, la naturaleza recibe un poco de ayuda de nuestra sociedad altamente industrializada, que nos ha brindado males relacionados con los alimentos -la enfermedad de las vacas locas- y afecciones posmodernas como la sensibilidad a sustancias químicas múltiples, conocida poéticamente como “la enfermedad del siglo veinte”.
Entre 1980 y 1990, el número de enfermedades causadas por hongos se duplicó en los hospitales; muchas de ellas se pueden atribuir a los nuevos y feroces supergérmenes que se desayunan a los antibióticos. La venta de jabones antibacterianos, un amuleto vudú contra la amenaza invisible de los estafilococos, los estreptococos y demás, ha aumentado. También ha sucedido lo mismo con el consumo de agua embotellada, una alternativa “purificada” a la supuesta sopa tóxica de plomo y cloro que sale de los grifos. El filtro Brita es nuestro refugio contra la precipitación radioactiva, el dispositivo personal de supervivencia en la nerviosa década de los noventa.
Sin embargo, haciendo a un lado todo este turbio panorama, los noventa tienen una cualidad oscuramente cómica y coneyesca -es una década cautivada por célebres nulidades como Joey Buttafuoco, Tonya Harding, Lorena Bobbitt, Heidi Fleiss y el elenco del Zippergate, cuya estrella es Monica Lewinsky. La comedia cada vez más negra de la sociedad estadunidense está escrita en pequeñas letras en los restos del naufragio arrastrados por la corriente de los medios de comunicación -historias como la de los hombres de Long Island acusados de conspirar para matar a unos políticos locales (de quienes sospechaban que estaban ocultando pruebas sobre una colisión de un platillo volador), colocando metal radioactivo en la pasta de dientes de los funcionarios.
Arthur Kroker, el teórico posmoderno, opina que la cultura del milenio es maniacodepresiva, que tiene cambios de ánimo “entre el éxtasis y el miedo, entre el delirio y la ansiedad”. Para Kroker, el “escenario posmoderno” es un pánico en el sentido del “terror absoluto” que algunos historiadores piensan que atravesó Europa cuando terminó el último milenio, cuando los presagios de apocalipsis inspiraron supuestamente la flagelación pública y los suicidios privados. No obstante, insinúa, también es un pánico en el sentido anticuado de algo que es histéricamente gracioso (haciendo énfasis en lo histérico). Los Estados Unidos de fin de milenio son un carnaval infernal -un manicomio pirotécnico, al igual que Coney Island a principios de siglo.

EL CARNAVAL INFERNAL
Nuestro momento histórico es similar al de Coney Island en su apogeo. A finales del siglo XIX y a principios del XX, los Estados Unidos se debatían entre la era victoriana y la Era de la Máquina; de manera análoga, nos encontramos en una transición de la modernidad industrial a la Era Digital. Al igual que los estadunidenses del pasado fin de siglo, sentimos debilidad por esas odas a la máquina que Leo Marx llamó “la retórica de lo sublime tecnológico”. Nicholas Negroponte, el director del Laboratorio de Medios de Comunicación del MIT y autor del tratado tecnológico Being Digital, considera que las tecnologías digitales son “una fuerza de la naturaleza que descentraliza, globaliza, armoniza y da poder”. John Perry Barlow, un entusiasta defensor de la cibernética, proclama un evangelio que toma elementos prestados tanto del filósofo jesuita Teilhard de Chardin y de Marshall McLuhan como de la idea sesentera de que todos estamos unidos por una red psíquica de dimensiones cósmicas. Tanto a través de los medios de comunicación como de distintas conferencias, Barlow anuncia la inminente “conexión física de la conciencia humana colectiva” a “un organismo colectivo de la mente”, tal vez incluso de la mente divina.
A mediados del siglo pasado, los escritores embriagados por el invento de la telegrafía inalámbrica tuvieron visiones similares. “Es imposible que sigan existiendo los prejuicios y las hostilidades del pasado cuando ha sido creado semejante instrumento para intercambiar ideas entre todas las naciones de la tierra”, escribieron Charles Briggs y Augustus Maverick acerca del telégrafo en 1858. En 1899, una revista de ciencia popular informó a sus lectores que “los nervios de todo el mundo” estaban “unidos” por la maravilla de Marconi; la paz mundial y la Hermandad del Hombre estaban al alcance de la mano.
Nuestra vertiginosa tecnofilia se habría sentido como en casa en Coney Island, donde los parranderos se emocionaban con el Viaje a la Luna de Luna Park, el Ferrocarril de Salto de Rana de Dreamland (que le permitía a un tren deslizarse por encima de otro sobre la misma vía férrea) y las exhibiciones más espectaculares de esa nueva tecnología: la luz eléctrica. La central de Dreamland era un templo de electricidad con una fachada diseñada para que pareciera un dínamo; en el interior, un ingeniero con guantes blancos atendía las máquinas y explicaba a los azorados visitantes las maravillas de la energía eléctrica.
No obstante, el despreocupado futurismo de los profetas cibernéticos como Barlow comparte el espacio aéreo cultural, como lo hicieron en su época las promesas tecnológicas de Coney Island, con la aguda sensación de que la sociedad estadunidense está fuera de control. Políticos y eruditos lamentan la muerte de la comunidad y la escasez de urbanidad, las patologías sociales provocadas por el agotamiento de las oportunidades económicas para los obreros, el deterioro de la familia, la decadencia de la educación pública, la lluvia ácida de la violencia mediática o todo lo anterior.
Los sueños verneanos de Coney Island de un futuro de alta tecnología ocurrieron sobre un telón de fondo de profundos cambios sociales y de desequilibrio moral. Los Estados Unidos de fin de siglo se estaban alejando rápidamente de los modales victorianos para acercarse a una cultura popular moldeada por la producción masiva, los medios de comunicación y el carácter distintivo del consumo conspicuo. Los parques de Coney fueron agentes de transformación social; repelieron brevemente la obstinada actitud propia del mundo victoriano y ayudaron a entretejer los heterogéneos grupos sociales, étnicos y económicos en una sociedad de consumo masivo.
Los Estados Unidos se deslizaban de lo que el economista y teórico social Simon Patten, al escribir durante el auge de la popularidad de Coney, llamó una “economía del dolor” de escasez y subsistencia, hacia una “economía del placer” que por lo menos prometía la abundancia. La distintiva “cara graciosa” de Steeplechase (un payaso burlón con una sonrisa de oreja a oreja parecida a la de un tiburón) personificaba la psicología infantil de la nueva cultura de consumo, con su énfasis en la gratificación inmediata y la autocomplacencia sensual. Coney fue una válvula de seguridad social para un país cada vez más industrializado y urbanizado que puso las máquinas al servicio del inconsciente. (Sigmund Freud acababa de inaugurar un Dreamland propio con La interpretación de los sueños, un libro publicado en 1899 pero astutamente impreso con la fecha de 1900 por el sagaz editor de Freud).
Coney era al mismo tiempo una parodia de modernidad industrial y de iniciación a ella; era un carnaval del caos, una alocada celebración de abandono emocional y carne expuesta, de velocidad y sobrecarga sensorial, de desastres naturales y máquinas fuera de control. Juegos como el Barril del Amor de Steeplechase y la Ruleta Humana lanzaban a los jóvenes a una proximidad deliciosamente indecente y respiraderos ocultos levantaban las faldas, exponiendo la visión escandalosa de piernas desnudas. (Esto sucedía en una época en que, según el historiador John F. Kasson, “el ideal clasemediero, tal como se describe en los libros de etiqueta de entonces, ponía severas restricciones a que un hombre se aventurara siquiera a inclinar su sombrero ante una mujer en público”).
Mijail Bajtín, el crítico y téorico literario ruso, acuñó el término “carnavalesco” para describir la fogosa subversión de los códigos sociales y las jerarquías culturales en los carnavales de la Edad Media. De manera similar, Steeplechase, Luna Park y Dreamland voltearon el mundo victoriano al revés en una erupción de lo que podría llamarse “lo carnavalesco eléctrico”. Según Kasson, Coney “declaraba un día de asueto moral para quienes atravesaban sus puertas. A los valores de frugalidad, sobriedad, trabajo y ambición contraponía la extravagancia, la alegría, el abandono, la parranda. Coney Island marcó la aparición de una nueva cultura de masas que ya no mostraba deferencia por los gustos y valores decorosos, y que exigió un recurso democrático propio. Sirvió como un Festín de Tontos para una sociedad urbana e industrial”.
No obstante, para gran parte de lo que ahora llamaríamos la élite cultural, Coney se parecía menos a un festín dionisiaco que al grotesco banquete de Freaks, la película de Tod Browning. Como “un enorme laboratorio de la naturaleza humana... liberado de represiones y restricciones”, en palabras del hijo del fundador de Steeplechase, los parques de diversión ofrecieron un vistazo a la naciente cultura masiva de la Era de la Máquina. James Huneker, el crítico cultural, había visto el futuro y estaba consternado. “Qué espectáculo dan los pobres a la luz de la luna!”, se estremeció. Mientras los pintores modernistas como Joseph Stella se deleitaban con el “frenesí carnal” de la “muchedumbre palpitante” de Coney, Huneker temblaba de horror ante las masas estridentes. Nada proclive al “regreso de lo reprimido” de Freud, Huneker declaró que Luna Park era un manicomio en un sentido aterradoramente literal. “Después de que la especie de camisa de fuerza que nos ponemos todos los días se elimina en sitios orgiásticos como Coney Island”, escribió, “el animal humano aparece bajo una forma que no resulta precisamente atractiva... Una vez que está en masa, el hombre se despoja de la civilización y se vuelve mitad niño y mitad salvaje... Linchará a un inocente o glorificará a un político bribón con la misma facilidad. De allí proviene el monstruoso libertinaje de los ricos en Coney Island, donde Nueva York persigue su quimera de placer”.

Huneker expresó las angustias de la clase media acerca de la rebelión de las masas; el feroz sentimiento de injusticia social alcanzaba su punto de ebullición debido a la suciedad urbana y a la explotación industrial. El crítico también fue testigo de la creciente influencia de nociones importadas de la psicología social, tales como la idea de que rendirse a los impulsos inconscientes podía provocar la demencia real o la teoría de que la muchedumbre, como entidad psicológica, era irracional y amoral -campo fértil para los “delirios populares” y la violencia generalizada. Coney Island materializó las pesadillas de una clase media acosada por los espectros de los disturbios de la clase trabajadora y por el “mestizaje” de los anglosajones con las oleadas de inmigrantes provenientes de Europa del este y del sur. Para Huneker y su grupo, las “orgías” de Coney marcaron el deceso del público como órgano informado y letrado, sensible al argumento razonado y al hecho objetivo. En su lugar, Coney abrió la puerta a la psique colectiva de la cultura de consumo -ignorante en vez de intelectual, reactiva en vez de reflexiva, posletrada en vez de letrada, susceptible a la manipulación de las imágenes en vez de a la articulación de las ideas.
La supremacía de las imágenes en la nueva cultura de masas, un cambio que invirtió la hegemonía tradicional de la realidad sobre la representación, fue especialmente desconcertante. En "The Crowd: A Study of the Popular Mind", libro de gran influencia publicado en 1895, el sociólogo francés Gustave Le Bon argumentaba que la muchedumbre “piensa en imágenes”, confundiendo “con el acontecimiento real lo que la acción deformante de su imaginación le ha impuesto. Una muchedumbre casi no puede distinguir entre lo subjetivo y lo objetivo. Acepta como reales las imágenes proyectadas en su mente”. Coney representaba la apoteosis de lo falso, y los críticos como Huneker se inquietaron ante su burla perversa del hecho palpable y la verdad visual, desde sus inverosímiles y opulentas fachadas de “mármol” (una mezcla de cemento, yeso y fibras de yute) hasta los grandiosos shows de aventuras y desastres programados. Enfrentado a las “pesadillas en desorden” de la arquitectura de Luna Park (un revoltijo protoposmoderno de grotescos barrocos y "Las mil y una noches"), Huneker observó: “El gentío anhela la irrealidad con la misma fuerza que el dipsómano procura el alcohol”.
Coney Island es un símbolo del proceso histórico que William Irwin Thompson llama “el remplazo estadounidense de la naturaleza”. El fenómeno cobró velocidad durante el auge de Coney con la fatídica conjunción de las tecnologías de la reproducción tales como la cromolitografía (década de 1840), las imágenes en movimiento (1895) y la aparición de una cultura de consumo hipnotizada por las estampas del deseo que dichas tecnologías materializaban. La tendencia había comenzado en la década de 1830 con la fotografía, cuya habilidad para cubrir de piel la imagen visual inspiró la famosa declaración de Oliver Wendell Holmes: “A partir de ahora, la forma se ha divorciado de la materia”. Su implacable aceleración continúa en nuestro mundo cableado, en donde Barlow propone que los habitantes de Internet se separen de la realidad, dado que el espacio cibernético no depende de los códigos legales ni sociales del mundo humano, “basados en la materia” cuando “aquí no hay materia”. En el Luna Park donde ahora vivimos, la membrana permeable entre el hecho y la ficción, entre lo real y lo virtual, corre el peligro de disolverse por completo.
El incendio de Dreamland marcó el fin de una era. “A la gente le tomó mucho tiempo darse cuenta de que no sólo había perdido un parque, sino que algo había cambiado”, comenta Richard Snow, el editor de American Heritage. Para la década de 1920, Coney era una víctima de su propio éxito. Seguía brillando con la misma intensidad de siempre, atrayendo a muchedumbres de un millón de personas en un buen día cuando alguna vez sólo atrajo a unos pocos cientos de miles, pero ahora era tan sólo un templo de cartón descascarado que acogía emociones y placeres baratos, no la visión eléctrica de una era venidera. “La autoridad del viejo orden que había desafiado la capital de la diversión se derrumbaba rápidamente, y las oportunidades para el goce de las masas eran más abundantes que nunca”, escribe Kasson. “Como precursora de la nueva cultura masiva, Coney Island perdió su carácter distintivo gracias al triunfo de sus valores”.
El 20 de septiembre de 1964 las luces de Steeplechase, el último parque sobreviviente de Coney Island, se apagaron para siempre, una tras otra, mientras una campana repicaba una vez por cada uno de los sesenta y siete años que el parque estuvo abierto y una banda tocaba “Auld Lang Syne”. La desaparición de Coney en la historia, sin embargo, sólo oculta el hecho de que los Estados Unidos se habían vuelto un manicomio pirotécnico.

TEORÍAS DE LA CONSPIRACIÓN: TEOLOGÍA DE LA PARANOIA
A los guardianes de la llama de la Ilustración como Huneker les preocupaba el reino de la irrealidad y la sinrazón en Luna Park, pero se tranquilizaban al saber que el sueño de la razón terminaba a sus puertas. Por el contrario, los racionalistas contemporáneos son los aguerridos guardianes de la vela de la razón, que arde con luz mortecina en una nueva era de oscuridad.
En "The Demon-Haunted World: Science as a Candle in the Dark", Carl Sagan observa: “Conforme se acerque el milenio, la seudociencia y la superstición parecerán cada vez más tentadoras; el canto de las sirenas de la irracionalidad será más sonoro y atrayente”. En The Skeptical Inquirer, órgano del Comité para la Investigación Científica de Afirmaciones de lo Paranormal, abundan los comentarios nerviosos acerca de un creciente analfabetismo científico y de la “rebelión contra la ciencia a finales del siglo veinte” a manos de un populacho cansado y cada vez más desconfiado de los costos humanos y ambientales de los abusos militares e industriales de la ciencia. Un número reciente anunciaba “un insólito impulso de veinte millones de dólares para el futuro de la ciencia y la razón”, y señalaba con pesadumbre: “Los seres humanos nunca han entendido el universo material con tanta profundidad como hoy en día. Sin embargo, nunca antes ha sido tan intenso el anhelo popular por la superstición, la seudociencia y lo sobrenatural”.
Irónicamente, los Estados Unidos de fin de milenio también están torturados por el ansia demasiado racional por el orden conocida como “teoría de la conspiración” -la creencia de que todo tiene un significado, de que todos los cabos aparentemente sueltos de la historia están entretejidos en una oscura red cósmica. El complejo diseño de esta red mundial sólo es conocido por los conspiradores invisibles que en secreto tejen nuestra realidad -y por los pocos que “no confiamos en nadie”, pero que sabemos que “la verdad está allá afuera” y que "Los expedientes X" la tienen. Fox Spooky Mulder, el agente obsesionado por desentrañar el nudo gordiano de la conspiración, es nuestro Hombre Común, la mezcla noventera por excelencia del cínico burlón (se mofa de las instituciones oficiales) y del verdadero creyente (al parecer cree casi en todo, desde indios que cambian de forma hasta sujetos que prenden fuego por telequinesis, desde asesinos en serie que reencarnan hasta extraterrestres que viven en el jardín).
La teoría de la conspiración es al mismo tiempo un síntoma de la angustia milenaria y un remedio casero contra ella. Es una manifestación ectoplásmica de nuestra pérdida de fe en las autoridades de todo tipo y confirma nuestros peores temores de que la realidad oficial, de Watergate a Waco, es tan sólo una historia que oculta los horrores morales que harían que el retrato de Dorian Gray se pareciera a un cuadro de Norman Rockwell.
Pero las creencias conspirativas son también una fría fuente de consuelo. A finales del siglo que nos dio la Teoría de la Relatividad, el Principio de Incertidumbre y el Teorema de Gödel, la teoría de la conspiración nos devuelve a un universo consoladoramente preciso, antes de que el fundamento materialista de nuestra visión del mundo se reduzca a arenas movedizas. La teoría de la conspiración es un hechizo mágico contra la Era de la Información, un conjuro que mantiene a raya la locura de la información al organizar cada dato que flota a la deriva. Las creencias conspiratorias son teorías de campo unificadas en un mundo irremediablemente complejo y caótico, y resultan curiosamente tranquilizadoras en sus “pruebas” de que alguien, en alguna parte, está a cargo de la situación.
La teoría de la conspiración es la teología de los paranoicos, lo que Karl Marx podría haber llamado el opio de los grupos extremistas si hubiera vivido para leer "The New World Order" de Pat Robertson. “Remplaza a la religión como medio para situar el mundo sin desencantarlo, sin robarle su misterio”, escribe el crítico literario John A. McClure. “Explica el mundo -como lo hace la religión- sin dilucidarlo, postulando la existencia de fuerzas ocultas que permean y trascienden el ámbito de la vida ordinaria”.
Al igual que el cristianismo fundamentalista, la teoría de la conspiración acepta con un acto de fe la suposición de que los problemas sociales pueden reducirse a una lucha maniquea entre el bien y el mal. Al igual que la new age, confía en la interconexión de todas las cosas, una proyección cósmica relacionada de alguna manera con los “universos holográficos”, los “campos morfogenéticos” y la “conexión no local” del misticismo cuántico. El Gran Gobierno Mundial de las pesadillas conspirativas establece una analogía paranoica con la futura “conciencia planetaria” de las profecías new age.
A la inversa, la Nueva Era también participa en la teoría de la conspiración con la obra "Aquarian Conspiracy" (Los conspiración de Acuario) de Marilyn Ferguson, donde la autora afirma que los agentes secretos de la conciencia cósmica se han infiltrado en la cultura secular como una quinta columna trascendente. Y ahí tenemos el encantador concepto new age de “pronoia” -la ligera sospecha de que todo el mundo está conspirando para ayudarnos.
La teoría de la conspiración es un mito explicativo para aquellos que han perdido la fe en las versiones oficiales de todo, incluyendo la realidad. “Cuando los hombres dejan de creer en Dios, no dejan de creer en nada; creen en todo”, dice un personaje en "El péndulo de Foucault", una condena oscuramente graciosa de la teoría de la conspiración. “Quiero creer”, la frase del cartel con un OVNI que preside la oficina de Fox Mulder, es uno de los lemas de "Los expedientes X".
Pero incluso para aquellos de nosotros que no queremos creer (o que no queremos confesar que creemos), la teoría de la conspiración se ha convertido en el horóscopo de finales de los noventa, un amuleto cursi contra el caos, una canción novedosa que podemos silbar en la creciente penumbra del milenio. Es una manifestación del espíritu posmoderno, cuya sensatez queda muy bien resumida en un “ja-ja, no es en serio”, la expresión del sujeto que se cuela a los bancos de información de las computadoras.
Las teorías conspiratorias son ejemplos deliberadamente clásicos de “seriedad humorística”. La novela "The Crying of Lot 49" de Thomas Pynchon es una precursora, pero el texto esencial es, indudablemente, la trilogía "Illuminatus!" de Robert Shea y Robert Anton Wilson, una extensa crónica de la milenaria lucha de poder entre los Discordianos anarcosurrealistas y amantes del caos y la sociedad secreta, malvada y autocrática, conocida como los Iluminados. La Iglesia del Subgenio, una sátira feroz del cristianismo fundamentalista y de la paranoia derechista, también es un criterio de prueba para la seriedad humorística. Según las “profecías de los extraños tiempos venideros” de la Iglesia, los subgenios son la avanzada en una lucha apocalíptica contra una conspiración global de “mediocretinos, desalmados, glorps, conformistas, nuzis, barbies y kens -FALSOS PROFETAS y CHICOS ROSA que han hecho de la NORMALIDAD la NORMA!”.
Películas como "Hombres de negro" y "El complot" nos dejan tener nuestra paranoia y burlarnos también de ella, al igual que libros como "The 60 Greatest Conspiracies of All Time" (Jonathan Vankin y John Walen), "Big Book of Conspiracies" (Doug Moench) y "It’s a Conspiracy: The Shocking Truth About America’s Favorite Conspiracy Theories (Consejo Nacional de Inseguridad)".

ALIENATION: OPERACIÓN EXTRATERRESTRE
El fenómeno Schwa también influye en el ánimo posmoderno. Creado por el artista gráfico Bill Barker, Schwa es un extraño proyecto de arte conceptual acerca del “control, la conspiración, lo absurdo y la desesperación”, disfrazado de una aventura industrial en las chucherías de la Generación X. (¿O es al revés? No confíen en nadie!). Los “productos de defensa extraterrestre” de Schwa (prendedores, calcomanías, comics, Parches Repelentes, Detectores de Tiempo Perdido y camisetas fluorescentes, la mayor parte de ellos diseñados con la arquetípica cabeza extraterrestre de ojos rasgados) usan el folclor paranoico de la invasión alienígena para ridiculizar la angustia del milenio. “Desde la detección hasta la supervivencia extraterrestre, ahora existe, por vez primera, una línea completa de objetos reales que usted puede comprar y que terminarán con sus dudas acerca de lo desconocido, ahora mismo, para siempre!”, promete un panfleto de Schwa.
Al mismo tiempo, las advertencias de Schwa sobre la conspiración alienígena, cuyas “coerciones subliminales” y “técnicas bipolares de mercadotecnia” están lavando el cerebro de los ingenuos -llamados stickpeople-, son una crítica de dibujos animados de nuestra cultura confundida por los anuncios y la televisión. “Las campañas manipuladoras de los medios de comunicación son cruciales para el éxito de cualquier operación mundial Schwa”, informa el Manual Mundial de Operaciones Schwa, una guía para los humanos a los que les gustaría participar en la dominación del mundo. “Las experiencias del pasado nos han ayudado a inventar una serie de lemas que, si son usados adecuadamente como núcleos de campaña, lograrán la máxima cantidad de flexibilidad psicológica... ‘Erradicar la esclavitud televisiva’ y ‘Las televisiones son agujas’ son perfectos ejemplos de este enfoque”. Irónicamente, el Manual cita las primeras fases del fenómeno Schwa (un esfuerzo “modesto, enigmático y a pequeña escala” que implica “el uso pesado de los llaveros y las calcomanías”) como un ejemplo de la penetración secreta de la mente pública. Tal vez usted ya sea una stickperson.
"Tribulation 99: Alien Anomalies Under America" (1991), la obra maestra underground de Craig Baldwin, también aborda los temas de la teoría de la conspiración y la invasión extraterrestre en la modalidad del humor serio, aunque con un fin político más marcado. La película de Baldwin es una andanada de imágenes breves -cohetes y criaturas de la Era Atómica- unidas por una narración tensa y susurrante. Con voz de Garganta Profunda, el narrador teje prácticamente todos los elementos principales de la fe paranoide para crear la madre de las teorías conspiratorias.
"Tribulation 99" es una imbricada red de invasores extraterrestres, revolucionarios marxistas, mutilación de ganado, Watergate y, claro está, el asesinato de John F. Kennedy. Fiel al espíritu del humor serio, el documental impasible e irónico de Baldwin mezcla los delirios paranoicos con la historia reprimida, entrelazando recortes de "War of the Lords" y tomas reales de la invasión estadounidense de Grenada, la creencia en una “Tierra Hueca” y la fría realidad de las operaciones secretas de Estados Unidos en Latinoamérica.
“Lo más importante [en Tribulation 99] fue todo el asunto Irán-contras, el juicio de Oliver North”, dice Baldwin. “Yo quería hacer una crítica a la CIA y a nuestra intervención en los países extranjeros y me pareció que era una nueva forma de usar este material creativo, este lenguaje paranoide”. Le impresionó la forma desconcertante en que ciertas ideas navegaban “entre la historia oficial, política, y la versión paranoica, nada oficial, de las cosas. Con frecuencia uno escuchaba estos extraños alineamientos. A veces era más fácil creer en las chifladuras de los OVNIS que en la historia de la CIA empleada para justificar nuestra intervención en algún país. De modo que las alineé, las superpuse... Tomé material político real y lo complementé con información fantástica y absurda”.
Al igual que "Tribulation 99", "Los expedientes X" exploran la frontera entre el hecho reprimido y el capricho absurdo, entre las pesadillas nacionales y las de los locos solitarios, ya sean pistoleros o mutantes que se alimentan de hígados humanos. Al igual que la película de Baldwin, la serie cubre la creciente desconfianza hacia el gobierno con la mitología sensacionalista de una conspiración extraterrestre. "Los expedientes..." giran en torno a dos agentes ermitaños del FBI, Mulder y su colega Dana Scully, que investigan fenómenos sobrenaturales: gusanos gigantes, extraterrestres que cambian de género, maestros sustitutos que adoran a Satanás. Es una tarea ingrata que con frecuencia desata la ira del jefe del dúo, por no mencionar la cólera de la red de veteranos por excelencia -el Sindicato, lidereado por el Hombre de Uñas Manicuradas, el Hombre Gordo y el Fumador (que, ahora puede revelarse, estuvo detrás de los asesinatos de los dos hermanos Kennedy y de Martin Luther King, Jr.). Para estas grises eminencias, los híbridos humano-extraterrestres genéticamente diseñados con técnicas nazis serán una realidad después de unas cuantas décadas de trabajo.
El sentimiento antigubernamental que permea "Los expedientes..." apareció por primera vez en nuestro horizonte mental durante Watergate -aunque fue necesaria la política reaganiana de rechazo benigno hacia un gobierno considerado abiertamente “no la solución sino el problema” para convertir ese vago desprecio en los negros nubarrones que vemos hoy en día. En "Los expedientes..." rondan los inquietos fantasmas de Watergate y Vietnam encabezados por Richard Nixon, el santo patrono de la realpolitik conspiratoria y de la paranoia de búnker. Las estrategias maquiavélicas del Sindicato recuerdan las maniobras del presidente de mirada furtiva que forjó un vínculo duradero en la mente estadunidense entre la Casa Blanca y los actos perversos: cerraduras forzadas, espionaje con micrófonos ocultos, zapatos llenos de dinero y tratos sospechosos con Howard Hughes. Los viejos “sindicalistas”, blancos y malos, se parecen incluso a Nixon; como lo notó un escritor, los miembros del Sindicato “tienen todos un ligero aire nixoniano”. Garganta Profunda, el Virgilio con gabardina que conduce a Mulder por los bajos fondos del encubrimiento extraterrestre, toma su nombre del misterioso informante de Watergate. Incluso en los temas nazis del programa hay ecos nixonianos -la apenas velada nazifilia de G. Gordon Liddy, el ladrón de Watergate que bautizó a su brigada de trucos sucios como Odessa, pensando en la asociación clandestina de antiguos miembros de la SS.
Chris Carter, el creador de "Los expedientes X", habla por toda una generación cuando afirma: “Tengo cuarenta años. Mi universo moral se estaba formando cuando ocurrió Watergate. Eso provocó un caos en mi mundo. Permeó todo mi pensamiento”.
Al mismo tiempo, la serie toca fibras sensibles en su enorme cantidad de seguidores (más de veinte millones) porque aprovecha nuestros temores milenarios. La insistencia del Sindicato por crear una raza maestra humano-extraterrestre y episodios como “El frasco de Erlenmeyer”, acerca de un plan para esparcir un virus alienígena por medio de la terapia genética, insinúan la intranquilidad que existe respecto de la ingeniería genética en una época en que la eugenesia vuelve a ser atractiva, rehabilitada por una nueva oleada de deterministas genéticos después de varias décadas de desprestigio. El uso que hacen los conspiradores de los implantes extraterrestres para rastrear a sus conejillos de indias humanos, la psicosis homicida desencadenada por los teléfonos celulares en el episodio “Sangre”, dan forma a la futura conmoción que nubla el frenesí cibernético de los noventa. El hecho de que nadie se muera realmente en el programa, de que todos reencarnen o sean reanimados, es un síntoma de las angustiosas premoniciones de los ya canosos baby boomers sobre la mortalidad. Asimismo, los episodios que incluyen una burla sombría de la histeria cuarentona sobre la destrucción adolescente (“D.P.O.”, “Syzygy”) se mofan del peor temor de los baby boomers -haberse convertido en sus propios padres.
Los expedientes X cuenta historias de fogata electrónica acerca de la sublevación social, el vértigo moral y el acelerado cambio tecnológico a finales de siglo. “Realmente creo que el mundo está perdiendo el control”, dice Carter. “Ya no existe ninguna ética en el trabajo, tampoco un verdadero código moral. Trato de encontrar imágenes que dramaticen esta situación”.
A veces, por supuesto, preferimos que nuestra paranoia sea ligera, como sucede en "The Truman Show" (1998), una película en la que el sueño de la pronoia new age se vuelve aterradoramente real. Truman Burbank ignora que su vida es un programa de televisión, una obsesión global con su propia línea de mercancías y bares temáticos. Su mundo, semejante a una pecera, está vigilado por cinco mil cámaras miniaturizadas y sellado dentro de un biodomo gigante. En Seahaven, la ciudad perfecta y libre de basura, todos, incluyendo la amorosa esposa stepfordiana y el amigo amante de la cerveza, son actores a sueldo. Desde una caseta de control oculta en una luna falsa, como si fuera un dios, Christof, el productor del programa, puede hacer que salga el sol o que caiga un poco de lluvia en la vida de Truman.
Sin embargo, con el tiempo, Truman empieza a sospechar que está en el centro de una conspiración benigna. Finalmente, como el Ahab de Moby Dick, ataca la máscara de cartón de su realidad prefabricada -aunque con mejores resultados. “¿Cómo puede salir el prisionero si no es lanzándose contra la pared?”, dice Ahab. Con una satisfacción inconsciente, Truman estrella la proa de su velero contra un muro del biodomo. Al intentar convencerlo de que no deje la utopía disneyesca de un mundo donde todos los miembros del elenco conspiran para ayudarlo, Christof le ofrece a Truman una cápsula de sabiduría al estilo de "Los expedientes X": “No existe más verdad allá afuera de la que hay aquí adentro, en el mundo que he creado para ti”.
Aplaudimos a Truman cuando se libera de un lugar en donde no puede “confiar en nadie” para ir a “la verdad que está afuera”... Hasta que recordamos, con una ligera depresión, que “allá afuera” es aquí mismo. ¿Qué será del dulce ingenuo, del chico de la burbuja televisiva, en un mundo donde no siempre es de mañana, donde el vendedor de periódicos de la esquina no lo saludará con una sonrisa? Para aquellos que han visto cómo su vida se deteriora, amenazada por el recorte de los servicios públicos y los crímenes violentos, la idea de una conspiración benévola dedicada a asegurarles que siempre tengan un buen día posee un atractivo agridulce. Los ejecutivos de Disney que planearon la comunidad de Celebration -parecida a Seahaven- en Orlando, Florida, lo saben muy bien.
Existe una (tecno)lógica en la popularidad de la paranoia en los Estados Unidos de fin de milenio. “Ésta es la era de la conspiración”, dice un personaje en "Fascinación", de Don DeLillo; la era de “las conexiones, los vínculos, las relaciones secretas”. Al igual que la teoría de la conspiración, la Era de la Información gira alrededor de lenguajes herméticos y complejas interconexiones: códigos de software, criptogramas, fusiones mediáticas, redes globales y neuronales.
De hecho la teoría de la conspiración y la Era de la Información son como siameses: ambas surgen de la frente de la Ilustración, cuya inconmovible fe en el racionalismo y el materialismo hizo posible la modernidad tecnológica. Al igual que el sueño de la razón, el exceso de racionalidad puede producir monstruos; la fetichización informativa desarrollada por la teoría de la conspiración y su fe newtoniana en un universo de causalidad precisa son los males de la Era de la Razón.
En una de las ironías más deliciosas de la historia, los verdaderos hijos de la Ilustración, los iluminados, también son los padres inconscientes de las teorías conspiratorias. Los iluminados eran una sociedad masónica formada en Bavaria durante el siglo XVIII para promover el objetivo de una sociedad racional y humanista, libre de siglos de dominación por parte de la Corona y la Iglesia. El grupo sólo funcionó entre 1776 y 1785, pero para 1797, cuando el eminente científico escocés John Robison publicó "Proofs of a Conspiracy Against All the Religions and Governments of Europe, carried on in the Secret Meetings of Free Masons, Illuminati and Reading Societies", los iluminados se estaban convirtiendo rápidamente en las estrellas póstumas de la fantasía paranoide. Dos siglos más tarde, y después del judaísmo internacional y la ONU, siguen luchando por el título de oscuros arquitectos de la dominación global -los secretos intrigantes detrás de las revoluciones francesa y rusa, los progenitores de Sión y del ascenso de Hitler (!).
En su "Dialéctica de la Ilustración", Teodoro W. Adorno y Max Horkheimer argumentan que la Ilustración degeneró en la “razón instrumental” de la era moderna, que usa la tecnología para controlar al hombre y la naturaleza en nombre de las ganancias capitalistas. Siguiendo la lógica de Adorno y Horkheimer, el racionalismo de la Ilustración, llevado a los extremos, se convierte en el marco de “ordenar y controlar” de la tecnocracia militar-industrial, la cual a su vez hace surgir la paranoia tecnológica de la teoría de la conspiración: el terror a la vigilancia por medio de los implantes de microchips, la dominación satánica a través de los códigos de productos universales, los invasores de la ONU guiados por calcomanías en los letreros de las carreteras. (Terrible ironía: la acelerada propagación de las teorías conspiratorias y la creación de redes antigubernamentales serían imposibles de no ser por innovaciones de la Era de la Información tales como las pizarras de anuncios, la edición cibernética y las transmisiones de onda corta).
Simultáneamente las interfases, cuyas metáforas comienzan a estructurar nuestra visión del mundo (World Wide Web, Windows de Microsoft), parecen confirmar la sospecha paranoide de que todo está conectado, de que todo es un símbolo lleno de significados ocultos. Explorando con el ratón la regresión infinita de menús y submenús de Windows o saltando de hipervínculo a hipervínculo por Internet, entramos en la mente de Casaubon, uno de los editores lunáticos -que también podrían ser agentes de la CIA- de El péndulo de Foucault. “Estaba listo para ver símbolos en cada objeto que me encontrara”, dice. “Nuestros cerebros se acostumbraron a conectar, conectar, conectarlo todo con todo”.
Asimismo, existe un extraño paralelo entre la teoría de la conspiración y las modas académicas de las últimas décadas. La semiótica, que considera que todo -desde el cabello de Ted Koppel hasta los superhéroes- es parte de un código cultural que debe ser descubierto, conoce bien el estilo paranoico. Wilson Bryan Key, el semiótico popular, hizo su carrera conjurando el espectro del control mental de la Avenida Madison. Su contribución a lo que McLuhan llamó “el folclor del hombre industrial”, la idea de que las “seducciones subliminales” acechan en cada anuncio, vive en la mente de todo adolescente que haya hecho el truco escolar de revelar, ante sus asombrados amigos, la palabra sex escrita en la superficie de una galleta Ritz, la mujer desnuda escondida en los cubos de hielo del anuncio de licor, el hombre con una erección oculto en la pata delantera del camello en una cajetilla de Camel.
Junto con la semiótica, otras tendencias académicas conspiradoras incluyen la deconstrucción, que enseña que el significado es algo ágil e imposible de capturar, y el Nuevo Historicismo, que argumenta que la idea de historia “objetiva” -libre de los sesgos culturales- es una ficción ingenua y que toda explicación histórica puede por lo tanto leerse y disecarse como si fuera literatura. Las tres escuelas de pensamiento crítico conciben el paisaje cultural como un texto literario lleno de significados ocultos. Y las tres se acercan peligrosamente a la teoría de la conspiración cuando estiran o rasuran intencionalmente el texto para hacerlo encajar en rígidas ideologías. En momentos así se enfrentan a su demente doppelgänger: la teoría conspiratoria, que se acerca en dirección opuesta.
A la inversa, los mejores teóricos de la conspiración son académicos trastornados, virtuosos de la interpretación excesiva y de la “intertextualidad” frenética (la idea de la crítica literaria de que toda obra es una inextricable red de alusiones a otros textos). En su clásico estudio "The Paranoid Style in American Politics", Richard Hofstadter argumenta que la mentalidad paranoide “cree enfrentar un enemigo tan infaliblemente racional como maléfico, y busca igualar su supuesta eficacia absoluta con la suya, explicándolo todo y comprendiendo toda la realidad en una sola teoría consistente y extralimitada. Es totalmente ‘académica’ en su técnica. McCarthyism, el panfleto de noventa y seis páginas del senador Joseph McCarthy, contiene nada menos que trescientas trece notas a pie de página; "The Politician", el fantástico ataque a Eisenhower por parte de Robert H. Welch, Jr., está sobrecargado con cien páginas de bibliografía y notas”.
Ron Rosenbaum, un conocedor de la hermenéutica paranoide, describe a quienes buscan verdades ocultas en el Informe de la Comisión Warren como “los primeros deconstruccionistas”. Se deleita con los arranques de fantasía interpretativa de fanáticos del asesinato de Kennedy como Penn Jones, teóricos de la conspiración “cuya fértil y floreciente imaginación ha producido una obra oscura y fantasmagórica que tiene cierto parecido con una novela latinoamericana (Penn bien podría ser el Gabriel García Márquez de la Plaza Dealey)”.
Con sus veintiséis volúmenes, el Informe de la Comisión Warren es el Finnegans Wake de la paranoia estadounidense. En efecto: Don DeLillo, quien explica “la noción profundamente perturbada de nuestro vínculo con la realidad”, la inquietante sensación de “ambigüedad y caos” de las cosas a partir de “ese momento en Dallas”, ha calificado el Informe Warren como la novela que James Joyce podría haber escrito si hubiera vivido en Iowa hasta los cien años. Es el Everest de la exégesis del forastero, y desafía a los virtuosos de la conspiración a llegar a alturas cada vez mayores de exceso interpretativo. Al igual que el octogenario James Shelby Downard, los maestros reconocidos de este arte clandestino han usado los hechos históricos del asesinato de Kennedy (tal y como son) como un trampolín para dar saltos mortales de lógica y hacer acrobacias intertextuales.
Downard, un estudiante que forjó su propio estilo de “la ciencia del simbolismo”, nos invita a que los sigamos por un laberinto de correspondencias que conduce a una engañosa conclusión: la historia oficial es una pantalla que oculta una monstruosa conspiración de los alquimistas masónicos decididos a conquistar el inconsciente colectivo -“el control de la mente onírica” de los Estados Unidos". El plan maestro de los masones consta de tres rituales alquímicos; uno de ellos, un antiguo rito de fertilidad conocido como “el Asesinato del Rey”, se llevó a cabo con la muerte de Kennedy.
En su ensayo “King-Kill/33: Masonic Symbolism in the Assassination of John F. Kennedy”, Downard sondea las oscuras profundidades de Eros y Tanatos en el asesinato de JFK —“una verdadera pesadilla de símbolos que se relacionan con la violencia, la perversión, la conspiración, la muerte y la degradación”. En una exhibición de destreza surrealista, establece conexiones entre Jack Ruby -llamado en realidad Jacob Rubinstein- y un jack ruby, el nombre que se da en la jerga de los prestamistas a un rubí falso, lo cual lleva de alguna manera a las zapatillas de El mago de Oz, al “inmenso poder de la ‘luz rubí’, también conocida como láser”, y a las asociaciones simbólicas del rubí con la sangre, el sufrimiento y la muerte.
El estilo discursivo de Downard desafía la sinopsis, pero un breve extracto de su ensayo ofrece una probada de su inimitable voz:

La Plaza Dealey se descompone a nivel simbólico de la siguiente manera: Dea significa “diosa” en latín y ley puede relacionarse con la ley o el gobierno en español o con líneas de importancia geográfica preternatural en las religiones precristianas inglesas. Durante muchos años la Plaza Dealey estuvo bajo el agua en distintas estaciones, después de quedar sepultada por el río Trinity, hasta que se ideó un sistema de control de inundaciones. A este sitio del tridente de Neptuno llegó la “Reina del Amor y la Belleza” [Jackie Kennedy] y su esposo, el chivo expiatorio en el rito del Asesinato del Rey, el Ceannaideach (palabra galesa para decir Kennedy y que significa “cabeza fea o herida”).

Para Downard todo está muy claro: “La masonería no cree en matar a un hombre a la vieja usanza; en el asesinato de JFK llegó a extremos increíbles y corrió grandes riesgos para cometer este acto nefando... que corresponde a la antigua ceremonia de fertilidad del Asesinato del Rey”. A pesar de la absoluta seriedad con que Downard trata el asunto, su discurso traiciona un deleite a la Casaubon por presentar conexiones inverosímiles, por llevar al terreno metafísico la realidad física de las heridas de entrada y la trayectoria de las balas.
Sin embargo, la teoría de la conspiración es más que una hermenéutica desquiciada, una psicosis de la Era de la Información, una teología paranoide para un país que pierde su religión o una reacción postraumática a Watergate y Waco. También es una reacción de pánico a la vida cotidiana en la era del totally hidden video, en donde un poco de paranoia es aceptable. Cito una vez más a DeLillo en "Fascinación":

"Todos somos un poco desconfiados... Si vas a un banco, te filman... Si vas a una tienda departamental, te filman. Vemos que esta situación se repite cada vez más. Si te pruebas ropa en el vestidor, alguien te ve a través de un vidrio opaco. Y no sólo les pasa a los clientes. Los empleados también son vigilados, los espían con cámaras ocultas. Conduce tu auto a cualquier parte: radares, dispositivos computarizados para el tráfico. Están mirando dentro del útero, tomando fotos. En todas partes. ¿Qué es lo que constantemente da vueltas a la tierra? Satélites espías, globos meteorológicos, aviones U-2. ¿Qué hacen? Toman fotos. Ponen al mundo entero en una película."

En esta época, las cámaras de vigilancia parecen asomarse -como en "The Truman Show"- a cada rincón de nuestros espacios públicos, especialmente en el lugar de trabajo que cuenta con aparatos de alta tecnología. Los programas de computación supervisan la velocidad para pulsar las teclas, la tasa de errores, los viajes al baño y los descansos para comer de los oficinistas que usan las bases de datos, los vendedores de productos por televisión y otros trabajadores posindustriales, permitiendo un grado orwelliano de inspección que hubiera hecho las delicias de Frederick Winslow Taylor, el padre de la “administración científica” de la moderna fuerza laboral.
Las redes cibernéticas han abierto nuestros registros de crédito y nuestros expedientes médicos a los ojos curiosos de los patrones, las aseguradoras y los comercializadores de correo directo. Un anuncio de correo electrónico para el programa Net Detective pregunta: “¿Sabía usted que con Internet puede descubrir TODO lo que siempre quiso saber sobre sus EMPLEADOS, AMIGOS, PARIENTES, VECINOS, incluso su propio JEFE?”. Los fisgones en línea que suelten veintidós dólares podrán “averiguar números telefónicos ‘no registrados’”, “saber quién es el nuevo novio de su hija” y “enterarse de cuánto paga su vecino por concepto de pensión de divorcio”.
No obstante, cada vez más aceptamos nuestra paranoia y aprendemos a amar la cámara. Las “tiendas de espías” como Spy World y Counter Spy Shop de Nueva York están proliferando en respuesta a la demanda de los consumidores de dispositivos como el oso de peluche que tiene una diminuta cámara de video oculta en un ojo, el aparato ideal para los padres que quieren espiar a las niñeras de sus hijos.
A un nivel menos risible, un informe de diciembre de 1997 entregado a la Comisión Europea confirmó la existencia del sistema Echelon, una red de vigilancia electrónica global operada por la nebulosa Agencia de Seguridad Nacional de los Estados Unidos, que “de manera rutinaria e indiscriminada” espía el correo electrónico, los faxes e incluso las conversaciones telefónicas en todo el mundo, usando programas de inteligencia artificial para buscar palabras clave. Y si bien el gobierno tal vez no nos esté implantando microchips en el trasero, como creía Timothy McVeigh, los funcionarios que buscan medidas más duras contra los criminales, como la senadora Diane Feinstein, claman por una identificación nacional obligatoria que tenga una huella digital o una huella de voz electrónica. Robert Ellis Smith, el editor de Privacy Journal, considera que las tarjetas biométricas de identificación federal serían una grave amenaza para las libertades civiles, un paso más hacia los implantes gubernamentales que alimentan los sueños febriles de McVeigh. Sin embargo, ya existe un gran motivo de preocupación: se dice que, en años recientes, el FBI ha gastado dos mil millones de dólares anuales para crear un banco de datos genéticos sobre los ciudadanos estadounidenses.
La revelación de que el gobierno está leyendo nuestro correo electrónico, escuchando nuestras conversaciones, espiándonos desde la órbita terrestre, archivando nuestros datos genéticos, arroja una luz algo caritativa sobre la teoría de la conspiración. También ayuda saber que, en realidad, el gobierno desprecia la voluntad del pueblo, pisotea la ley e intenta encubrir sus artimañas. Desde COINTELPRO al caso Irán-contras, las cabriolas de las décadas de la posguerra resultan más extrañas que la ficción paranoide; ¿a quién se le ocurrirían operaciones de la CIA como MK-ULTRA, un experimento secreto de control mental de veinticinco millones de dólares en donde conejillos humanos inconscientes (uno de los cuales se suicidó más tarde) recibieron fuertes dosis de LSD? ¿O el programa de veintiún millones de dólares para controlar los poderes de vigilancia de la “visión remota”, la supuesta capacidad psíquica de ver objetos ocultos o distantes?
Al menos los millones de dólares provenientes de impuestos que la CIA tiró a la basura para su programa de Línea de Asistencia Telefónica de Amigos Psíquicos de Keystone compran unas cuantas dolorosas carcajadas. Pero la risa se amarga cuando las verdades más sombrías salen a la luz -ahí están los experimentos que el Departamento de Energía de los Estados Unidos realizó durante la Guerra Fría, y durante los cuales dieciséis mil personas -incluyendo niños y mujeres embarazadas- fueron expuestas a la radiación; o el experimento bacteriológico efectuado en 1950, cuando un dragaminas de la Marina roció San Francisco con raras bacterias Serratia, enviando a once víctimas inocentes al hospital y una al cementerio.
Al repasar la lista de atrocidades perpetradas por el gobierno sobre sus propios ciudadanos, a menudo con la ayuda empresarial, nos viene a la mente la defensa que hace Sven Birkerts de la paranoia, a la que define como “una respuesta lógica a la verdadera comprensión del poder y sus diversas patologías”. Birkerts, un crítico literario que alcanzó la mayoría de edad durante los años sesenta, dice que la paranoia es “lo que sucedió cuando se derrumbaron las ilusiones de la contracultura y se puso de manifiesto el verdadero alcance de la red política”. Para él, la visión “paranoica” del mundo es el equivalente político de los lentes de rayos X: revela que lo que consideramos un discurso público en nuestra era de información y entretenimiento es tan sólo “distracción, espectáculo, los bromuros de las relaciones públicas”. Arranca los estandartes sensacionalistas de la cultura televisiva para exponer la cruda realidad de una democracia en crisis, “los intercambios más profundos de nuestro órgano político controlado por las maquinaciones de una élite”.
A Birkerts le gusta la máxima contracultural de que la paranoia es tan sólo un “estado acrecentado de conciencia”. En efecto: lo peor de algunas de las paranoias nocturnas, conocidas como teorías de la conspiración, es que son ciertas. Los Estados Unidos realmente usan su poder imperial para apuntalar regímenes represivos que apoyen la política extranjera y los intereses comerciales estadounidenses y para derrocar a los gobiernos, democráticamente electos, que no lo hacen. Según David Burnham, un periodista especializado en temas de la aplicación de las leyes, el FBI (“la agencia más poderosa y secreta que existe actualmente en los Estados Unidos”) es en verdad una orwelliana casa del terror cuyo comportamiento de rutina -satisfacer su fetichismo de vigilancia con bases de datos acerca de millones de ciudadanos que observan las leyes y hacerse de la vista gorda ante los abusos contra los derechos humanos y el crimen corporativo- es incompatible “con los principios o las prácticas de la democracia representativa”. Y, como lo sospecha Birkerts, los medios noticiosos corporativos son realmente instrumentos de control social: galvanizan la opinión pública para que apoye los proyectos de las élites.
Naturalmente, en la década de los noventa, en donde ya nada sorprende y todo aburre, nadie se atrevería a llamarlo una conspiración; tal vez es mejor tomar prestada la jerga de moda de la teoría del caos. Por ejemplo, la función propagandística de los medios de comunicación podría describirse como un “fenómeno emergente”, un patrón que surge no como resultado de las artimañas de una nefanda cábala sino por medio de la compleja interacción entre los elementos de un turbulento sistema. Estos elementos incluyen la propiedad cada vez más concentrada y la orientación pragmática de los medios predominantes; la censura ejercida por los anunciantes, la principal fuente de ingresos de los medios; y la dependencia de éstos de la información manipulada y proporcionada por las fuentes gubernamentales y empresariales y por los “expertos” prefabricados, seleccionados y apoyados por intereses protegidos. Como Edward S. Herman y Noam Chomsky argumentan en "Manufacturing Consent: The Political Economy of the Mass Media", estos factores “interactúan y se refuerzan entre sí”, filtrando las críticas sistémicas de las economías de libre mercado, del capitalismo multinacional y de la política exterior de los Estados Unidos y dejando únicamente las noticias “aptas para imprimirse”.
Herman y Chomsky no son pistoleros solitarios. Los críticos de los medios de comunicación como Ben Bagdikian y Herbert Schiller, las organizaciones como Justicia y Credibilidad en el Periodismo y Proyecto Censurado, han recabado montañas de pruebas del papel fundamental que juegan los medios noticiosos corporativos para que las masas apoyen “los planes económicos, sociales y políticos de los grupos privilegiados que dominan la sociedad doméstica y el Estado”, como dicen Herman y Chomsky. Quienes ignoren estas acusaciones, considerándolas izquierdismo de pacotilla, tomen en cuenta lo siguiente:

* En 1985, la estación de televisión pública WNET perdió su patrocinio corporativo de Gulf + Western después de transmitir el documental Hungry for Profit, que criticaba las actividades de las empresas multinacionales en el Tercer Mundo. A pesar de la asombrosa afirmación de una fuente de que los funcionarios de la estación hicieron todo lo posible por “limpiar el programa”, Gulf + Western quedó muy ofendida y retiró su financiamiento. Uno de los principales ejecutivos de la compañía se quejó ante la estación de que el programa era “violentamente antiempresarial, si no que antiestadunidense”. The Economist comentó: “La mayor parte de la gente cree que WNET no volvería a cometer el mismo error”.

* En 1989, una investigación federal reveló que hasta un sesenta por ciento de los tornillos que los fabricantes estadounidenses usaban en aviones, puentes y silos nucleares podían estar defectuosos. Un informe, programado para salir al aire en el programa Today de la NBC, comentó que “los ingenieros de General Electric descubrieron que tenían un gran problema: uno de cada tres tornillos provenientes de uno de sus principales proveedores estaba defectuoso. Aún más alarmante, GE aceptó los tornillos defectuosos sin ningún certificado de conformidad durante ocho años”. La referencia poco halagadora a GE fue eliminada de la historia antes de salir al aire. Por una curiosa coincidencia, GE también es dueña de NBC.

* En 1990, las imágenes de una agitada joven kuwaití testificando ante la Junta de Derechos Humanos del Congreso hipnotizó a los telespectadores estadounidenses. Identificada como una “voluntaria de hospital” anónima (dijeron que su identidad debía mantenerse en secreto para garantizar su seguridad), la chica relató llorando cómo los soldados de las fuerzas iraquíes que habían invadido Kuwait sacaban a los bebés prematuros de sus incubadoras y los dejaban morir sobre el piso frío del hospital. Su testimonio fue crucial para movilizar el apoyo del público a la Operación Tormenta del desierto. Al acabar la guerra, se supo que la chica era la hija del embajador kuwaití. No ha podido comprobarse cuál fue su paradero cuando tuvieron lugar los supuestos acontecimientos, y su historia de horror sigue sin confirmarse hasta este día. Sin embargo, lo que es seguro es que la reunión de la Junta fue organizada por Hill and Knowlton, la empresa de relaciones públicas de la élite, que servicialmente proporcionó a los testigos para que testificaran. La familia kuwaití en el exilio había contratado a Hill y Knowlton para fomentar el apoyo del público a la intervención militar de los Estados Unidos.

Las críticas institucionales, apuntaladas por ejemplos de profundas fallas sistémicas como éstas, contrastan con los juegos de moralidad preferidos por los principales comentaristas, en donde los “chicos malos” como Richard Nixon o Michael Milken o Mark Fuhrman se usan como chivos expiatorios mientras el sistema que los produjo sigue invicto —un análisis que de hecho sirve para reafirmar la solidez esencial del status quo. Herman y Chomsky predicen la respuesta a tales acusaciones:

Es común que las críticas institucionales sean descartadas por los comentaristas del establishment como “teorías conspiratorias”, pero es tan sólo una evasión... De hecho nuestro tratamiento se acerca mucho más a un análisis de “libre mercado”, en donde los resultados son en gran parte una consecuencia del funcionamiento de las fuerzas del mercado. La mayor parte de las elecciones sesgadas en los medios de comunicación surgen de la preselección de la gente que piensa de manera correcta, de las ideas preconcebidas e interiorizadas y de la adaptación del personal a las limitaciones de la propiedad, la organización, el mercado y el poder político.
En otras palabras, nadie está al frente; a finales del siglo veinte, las verdaderas conspiraciones tienen muchos tentáculos pero ninguna cabeza.
Así, conforme aumentan las pruebas de la existencia de las operaciones gubernamentales secretas, de la vigilancia corporativa y de la función propagandística de los medios de comunicación, cada vez está más claro que algunas teorías de la conspiración son mentiras verdaderas.

Por otro lado, a veces un paranoico es tan sólo eso. A juzgar por los recientes acontecimientos, un número sorprendente de estadounidenses se ha cruzado al otro lado, al paranoico mundo paralelo de Los expedientes X. “Saben” que el sospechoso suicidio de Vince Foster, el asesor asistente de la Casa Blanca, fue en realidad el asesinato del Hombre que Sabía Demasiado, autorizado al nivel más alto. “Saben” que el Vuelo 800 de TWA explotó por accidente a causa del “fuego amistoso” de un crucero de la Marina de los Estados Unidos (si es que no fue atacado por extraterrestres poco amables). “Saben” que el Área 51, una base militar ultrasecreta oculta en el desierto de Nevada, es más un terreno de prueba para las naves de espionaje de presupuesto negro. Según los creyentes de Area 51 de David Darlington, también es el sitio donde nació el virus del SIDA, el lugar de descanso de los extraterrestres de Roswell y el destino final de todos esos niños perdidos cuyas fotos aparecen en los botes de leche, y que terminan sujetos a abominables experimentos realizados en los laboratorios subterráneos de la base. Darlington escribe que abundan rumores acerca de que el Área 51 está supervisada “no por lacayos pedestres como el Congreso, el presidente o la Fuerza Aérea, sino por los Bilderberg/Consejo de Relaciones Extranjeras/Comisión Trilateral/Gobierno Mundial/Nuevo Orden Mundial -distintos nombres para la cábala clandestina que opera dentro/fuera del complejo militar-industrial. Estos traficantes renegados del poder no se detendrán ante nada para lograr su objetivo: la dominación del mundo, ni más ni menos”.
Para los que tienen experiencia en las cosas del mundo, estas creencias tienen un atractivo extravagante; parecen ser el equivalente político del clásico filme de serie B, "The Incredibly Strange Creatures Who Stopped Living and Became Mixed-up Zombies". Pero la broma desaparece cuando nos damos cuenta de que lo que Hofstadter célebremente llamó “el estilo paranoide de la política estadounidense” (la creencia maniquea de que una conspiración más sutil está luchando en secreto contra el american way of life) está de regreso, y de que sus mortíferos seguidores no se andan con cuentos.
Los helicópteros negros sin marcas, los portentos ominosos de una inminente invasión de la ONU al centro de Estados Unidos, oscurecen los cielos mentales de diez mil a cuarenta mil estadunidenses que participan en el movimiento miliciano antigubernamental de extrema derecha. Kenneth S. Stern, el experto en grupos de odio, llama a la milicia “el movimiento popular de mayor crecimiento” del que se tenga memoria.
En esta época, un hombre como Timothy McVeigh (“Un estadunidense bueno y muy normal que servía a su país”, como lo definió su compañero de cuarto del ejército) puede transformarse en un paranoico extremista que cree que el ejército le ha implantado un microchip en las nalgas para rastrear sus movimientos. En el pavoroso mundo de The Spotlight, Patriot Report y otros periódicos de extrema derecha que McVeigh devoraba, las hordas mongolas se reúnen en las montañas; miembros de infames pandillas se entrenan como tropas de choque para la invasión; las fuerzas rusas esperan la hora cero en las minas de sal bajo Detroit; y los patios de reparación de Amtrak en Indianápolis están listos para convertirse en un enorme crematorio, la solución final para todos los que se resistan al Nuevo Orden Mundial. Algunos afirman incluso que la conspiración esconde un plan para dividir la tierra de los individuos (anteriormente) libres en un mapa impreso en la parte de atrás de una caja de cereal.
Los libros de cabecera de McVeigh incluían "Operation Vampire Killer 2000", escrito por Jack McLamb, el antiguo sargento de policía de Phoenix, un llamado al personal militar y policiaco para tomar las armas y movilizarse contra la “secreta operación elitista” cuyo objetivo declarado es una “sociedad socialista ‘utópica’” y “el fin del american way of life” para, ¿cuándo más?, el año 2000. Según McLamb, los tenebrosos sujetos que jalan los hilos detrás del inminente gobierno de un solo mundo incluyen a los banqueros internacionales, los iluminados, la “dinastía Rothschild”, los comunistas, la IRS, la cadena CBS News (!), una sociedad secreta de Yale, los “chiflados humanistas”, los extraterrestres y, claro está, la ONU.
Las teorías conspiratorias de McVeigh se leen como un guión de Los expedientes X escrito por Thomas Pynchon. Serían un cómico alivio de no haber terminado en catástrofe —la explosión de un camión lleno de dos mil kilos de fertilizante de nitrato de amonia cerca del Edificio Federal Alfred P. Murrah en Oklahoma City, el 19 de abril de 1995, que mató a ciento sesenta y ocho personas inocentes. “Hoy en día, la ultraderecha es mucho más activa que antes; ha planeado ataques subversivos en todo el país”, escribe James Ridgeway, el vigilante de la milicia. Un corresponsal de The Spotlight, la revista de ultraderecha, afirma haber recibido una espantosa postal sin firmar fechada el 17 de abril en Oklahoma City. Con el reverso en blanco, su único mensaje es la imagen del frente: una ominosa foto de la era de la Depresión que muestra a un tornado. El encabezamiento reza: “Tormenta de polvo acercándose a cien kilómetros por hora”. Kerry Noble, un extremista antigubernamental que fue declarado culpable por conspirar en 1983 para hacer explotar el edificio Murrah como una “declaración de guerra” contra el gobierno estadounidense, especula que el misterioso mensaje de la tarjeta postal podría ser que “las cosas se desencadenaron” gracias al bombardeo de Oklahoma. “Se acerca otra tormenta de polvo”, señala.

EL ATAQUE DE PÁNICO DE 2.000
McVeigh era un solitario sin afecto (¿no lo son todos?), un Lee Harvey Oswald de los años noventa. Era un hombre que vivía su vida en pequeños cuartos, para usar la aterradora frase con la que DeLillo describe a Oswald en su novela Libra; un hombre que, al ser dado de baja en el ejército, intentó animarse durmiendo en sábanas infantiles adornadas con imágenes de Garfield. Pero no está solo. De los secuestros extraterrestres a los encuentros con ángeles, de los recuerdos recuperados a las personalidades múltiples, del abuso ritual satánico a los asesinatos en serie, de los “tajos” como expresión abyecta de la moda al sadomasoquismo como opción normal de estilo de vida, nuestro paisaje mediático parece estar dominado por las obsesiones solitarias y las locuras subculturales, “los extraordinarios delirios populares y la locura de la muchedumbre”, como dijo Charles Mackay en un libro ya clásico.
¿Estamos al borde de una nueva era de intranquilidad y sinrazón? ¿O acaso las visiones de exceso y las premoniciones de desastre que acosan a los Estados Unidos de fin de milenio son mera numerología -las mismas manías masivas que han acosado al mundo occidental cada mil años? ¿Existe “alguna histeria siniestra aquí afuera, esta noche, alguna pista de la monstruosa perversión a la que puede llegar cualquier idea humana”, como se preguntó Joan Didion en "Slouching Towards Bethlehem"? ¿O acaso se trata tan sólo del olor de Caos, la nueva fragancia de Donna Karan?
En "Century’s End", su historia del fin de siglo como fenómeno cultural, Hillel Schwartz sostiene que “ciertas constelaciones culturales se adelantan en primer plano al final de los siglos, repetidas veces”. Observa que un tema finisecular es “la dicotomía o la duplicación”, lo que él llama “janiformidad” por Jano, el dios romano cuyos rostros gemelos miraban en direcciones opuestas. Así, la respuesta a la pregunta milenaria que se repite en todo el orbe (“¿Se ha vuelto loco el mundo?”) es adecuadamente finisecular -sí y no. La opinión aceptada de que la sociedad estadounidense está fuera de control es al mismo tiempo un mito apocalíptico y una realidad social, una ficción mediática y un hecho de la vida cotidiana.
Como lo señala Schwartz, el paso de las bestias salvajes que caminan, indolentes, hacia Belén, se escucha ahora cada cien años, como las trompetas anunciadoras del milenio cristiano (y, en estos días, de la Nueva Era). “A fines de siglo”, nos recuerda el autor, “somos inevitablemente los anfitriones de una época oximorónica: lo mejor y lo peor, lo más desesperado y lo más regocijante, lo más reprimido y lo más caótico”. Observa que, hasta ahora, “el fin de cada siglo ha sido una comedia; siempre hemos logrado sobrevivir y nos hemos sorprendido regularmente por la forma en que lo hicimos. Rimbombante discurso new age por un lado, bombazo de desesperación por el otro, el fin de siglo nos ha puesto terriblemente en ridículo”. La creencia de que somos testigos de los extremos de la fragmentación social y el malestar moral, de que nos encontramos en encrucijadas críticas, al borde de decisiones trascendentales, es una parte esencial del fin de siglo; el fin de milenio simplemente sube el volumen cultural. La locura y el pandemónium noventero crecen en nuestra mente debido a un talismán numerológico: el momento cercano en que nuestros relojes digitales cambien a tres ceros (deberíamos recordar que es tan sólo un poco de magia de calendario, cuya importancia oscura y profunda no será entendida por los millones de personas que calculan el tiempo religioso en forma no cristiana). Un bromista de The New Yorker sugirió alguna vez que declaráramos el primer año del tercer milenio como “veinte oh-oh” -“un nombre nervioso para lo que sin duda será un año nervioso”.
Al mismo tiempo, hasta los más delicados agentes del desprestigio conceden que nuestro caos finisecular parece ser más extremo, de alguna manera, de lo que fue Estados Unidos a finales del siglo pasado o Europa en el año 1000. “Los comentarios finiseculares siempre giran alrededor de momentos críticos y de decisiones irrevocables”, escribe Schwartz, “pero en esta época las opciones aparecen más marcadas como holocausto o buena voluntad, ecología o extinción, conciencia elevada o fin de la civilización (occidental). Los pivotes milenarios parecen ser más filosos que nunca”.
Naturalmente, como lo nota en otra parte de su obra, los paraísos perdidos y los días del juicio final diferidos de cada fin de siglo se han pospuesto para el siguiente. Por lo tanto, el peso acumulado durante siglos de grandes esperanzas se inclina sobre el año 2000. “El hecho de que nos estemos preparando para el fin de nuestro siglo con mucha mayor anticipación que la gente de cualquier otra época significa que las tensiones maniqueas comunes a la experiencia finisecular se exagerarán en los años noventa”, escribe Schwartz. Al comparar el final del siglo XX con un hoyo negro, afirma: “El año 2000 tiene una fuerza gravitacional de máximo alcance. Los cien años que lo precedieron -nuestro siglo- han llegado a sentirse como una época final, una era de grotesca extremidad, que comenzó tal vez con la muerte de cien mil caballos durante la guerra de los boers. Desde 1945, si no es que mucho antes, el XX se volvió un siglo apocalíptico”.

Mark Dery (c) 1.999. Todos los derechos reservados. Traducido del inglés por Katia Rheault.

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