Con la luz eléctrica como aprendiz de
brujo, los tres grandes parques de diversiones de Coney Island
-Steeplechase, Luna Park y Dreamland- conjuraron una “ciudad de
fuego”, con una aurora visible a cincuenta kilómetros mar
adentro. Asombró a todos los que la vieron a principios
de siglo. Un escritor describió a Luna Park como un “cementerio
de fuego” cuyas “tumbas y torretas y torres [estaban] iluminadas
con haces mortuorios de fuego”. Aun el taciturno Máximo
Gorki fue víctima de un arrebato de éxtasis
al ver a Luna Park de noche -sus espiras, domos y minaretes encendidos
con un cuarto de millón de luces. “Dorados hilos
de telaraña se estremecen en el aire”, escribió.
“Se entrelazan en patrones transparentes y encendidos que ondean
y se deshacen, enamorados de su propia belleza reflejada en las
aguas. Fabuloso más allá del pensamiento, inefablemente
hermoso, así es este ardiente resplandor”. Otro
escritor llamó a Coney un “manicomio pirotécnico”,
una frase salida del pregón de un circo viajero que captura
a la perfección la mezcla distintiva de diversión
infernal y locura masiva, de tecnología y patología
que uno hallaba en la isla.
El día en que Dreamland se incendió, Coney se convirtió
en un verdadero manicomio pirotécnico. En la madrugada
del 27 de mayo de 1911 un incendio estalló en la Puerta
del Infierno, un paseo en lancha a una fosa sin fondo. El fuego
destrozó las construcciones de yeso de Dreamland mientras
“las llamas incontrolables subían más alto que cualquiera
de las torres de Coney, los animales aullaban desde el interior
de las jaulas en donde quedaron atrapados y los leones, enloquecidos,
corrían con las melenas en llamas por las calles” -una
escena digna de las épocas más delirantes de Salvador
Dalí. En tres horas la fantasía de palacios,
columnas y estatuas de un blanco virginal quedó reducida
a varias hectáreas de ruinas que ardían en rescoldos
y que nunca serían reconstruidas.
Ahora, mientras encaramos el fin de milenio, Dreamland arde otra
vez.
TODO ARDE, TODO EXPLOTA
Es un lugar común
decir que algo está “descompuesto” en Estados Unidos, como
afirmó el senador John Kerry
a raíz del bombardeo en Oklahoma; que “todo lo que está
amarrado se está desatando”, como ha apuntado Bill
Moyers; que “el mundo se ha vuelto loco”, como lo declaró
Unabomber en su carácter oficial
de editorialista y terrorista.
El Unabomber es un hombre que tiene el dedo puesto en el pulso
de la nación -¿o acaso es un detonador?- Ésta
es la época de “arder y explotar”, como se dice en la jerga
de los escuadrones de bombardeo, desde la destrucción masiva
en Oklahoma City y el World Trade Center hasta la explosión
en el Parque Olímpico de Atlanta. La granada activada
que se encontró en un puesto de periódicos en Albuquerque
es tan sólo un dato estadístico más en el
número creciente de bombardeos, que en 1993 aumentaron
a mil ochocientos ochenta, cuando, una década antes, se
registraron tan sólo cuatrocientos cuarenta y dos.
Cada vez más personas creen que la anarquía anda
suelta por el mundo, como lo predijo Yeats; que los mejores carecen
de toda convicción, mientras que los peores (terroristas
como el Unabomber y Timothy McVeigh,
líderes de sectas como David
Koresh de los davidianos y Marshall
Applewhite de Heaven’s Gate) gozan de una apasionada intensidad.
El crítico cultural James Gardner
cree que vivimos en una “era de extremos”, una época de
“fragmentación y polarización infinitas” en la que
el extremismo “se ha convertido en el primer recurso en vez de
ser el último”.
En Underworld, la más reciente novela de Don
DeLillo, un personaje se lamenta ante el fin de la Guerra
Fría: “Muchas cosas ancladas al equilibrio del
poder y del terror parecen haberse desbaratado, atorado. Ahora
las cosas ya no tienen límites... La violencia es más
fácil y está desarraigada, fuera de control; ya
no tiene medida ni una escala de valores”. Un encabezado
de The New York Times lo dice todo: “Un nuevo mundo de
carreras armamentistas por contener”. La bomba, que solía
ser la medida de la virilidad de las grandes potencias, se antoja
menos impresionante en un mundo donde la tecnología y el
mercado armamentista posterior a la Guerra Fría han equipado
a muchos países del Tercer Mundo con armas nucleares propias,
misiles armados con gas venenoso o gérmenes letales. Y
para las naciones que realmente no tienen dinero, ahí está
el eficaz coche bomba -“el modo en que el pobre sustituye a la
fuerza aérea”, como dijo un experto en contrainsurgencia.
Peor aún: vivimos en una era en donde un loco solitario
como el científico de The Cobra Event (1997),
la novela de Richard Preston, puede
idear en una maleta el equivalente biológico de un arma
nuclear. El presidente Clinton, a quien sus asesores han descrito
como “obsesionado” con la amenaza de una guerra bacteriológica,
quedó tan impresionado con el relato de Preston -un sociópata
siembra el terror en Nueva York con una “viruela cerebral” diseñada
genéticamente- que ordenó a los expertos en espionaje
que evaluaran su credibilidad. Al parecer el libro tuvo
un papel catalizador en la decisión de Clinton de iniciar
un apresurado proyecto de varios millones de dólares para
almacenar vacunas en puntos estratégicos de todo el país.
Aun la naturaleza parece estar cometiendo actos aleatorios de
violencia insensata, desde plagas transportadas por aire como
el virus Ebola hasta el caos provocado por El Niño. A veces,
claro está, la naturaleza recibe un poco de ayuda de nuestra
sociedad altamente industrializada, que nos ha brindado males
relacionados con los alimentos -la enfermedad de las vacas locas-
y afecciones posmodernas como la sensibilidad a sustancias químicas
múltiples, conocida poéticamente como “la enfermedad
del siglo veinte”.
Entre 1980 y 1990, el número de enfermedades causadas por
hongos se duplicó en los hospitales; muchas de ellas se
pueden atribuir a los nuevos y feroces supergérmenes que
se desayunan a los antibióticos. La venta de jabones antibacterianos,
un amuleto vudú contra la amenaza invisible de los estafilococos,
los estreptococos y demás, ha aumentado. También
ha sucedido lo mismo con el consumo de agua embotellada, una alternativa
“purificada” a la supuesta sopa tóxica de plomo y cloro
que sale de los grifos. El filtro Brita es nuestro refugio
contra la precipitación radioactiva, el dispositivo personal
de supervivencia en la nerviosa década de los noventa.
Sin embargo, haciendo a un lado todo este turbio panorama, los
noventa tienen una cualidad oscuramente cómica y coneyesca
-es una década cautivada por célebres nulidades
como Joey Buttafuoco, Tonya
Harding, Lorena Bobbitt, Heidi
Fleiss y el elenco del Zippergate, cuya estrella es Monica
Lewinsky. La comedia cada vez más negra de la sociedad
estadunidense está escrita en pequeñas letras en
los restos del naufragio arrastrados por la corriente de los medios
de comunicación -historias como la de los hombres
de Long Island acusados de conspirar para matar a unos políticos
locales (de quienes sospechaban que estaban ocultando pruebas
sobre una colisión de un platillo volador), colocando metal
radioactivo en la pasta de dientes de los funcionarios.
Arthur Kroker, el teórico
posmoderno, opina que la cultura del milenio es maniacodepresiva,
que tiene cambios de ánimo “entre el éxtasis y el
miedo, entre el delirio y la ansiedad”. Para Kroker, el “escenario
posmoderno” es un pánico en el sentido del “terror absoluto”
que algunos historiadores piensan que atravesó Europa cuando
terminó el último milenio, cuando los presagios
de apocalipsis inspiraron supuestamente la flagelación
pública y los suicidios privados. No obstante, insinúa,
también es un pánico en el sentido anticuado de
algo que es histéricamente gracioso (haciendo énfasis
en lo histérico). Los Estados Unidos de fin de milenio
son un carnaval infernal -un manicomio pirotécnico, al
igual que Coney Island a principios de siglo.
EL CARNAVAL INFERNAL
Nuestro momento histórico es similar al de Coney
Island en su apogeo. A finales del siglo XIX y a principios del
XX, los Estados Unidos se debatían entre la era victoriana
y la Era de la Máquina; de manera análoga,
nos encontramos en una transición de la modernidad industrial
a la Era Digital. Al igual que los estadunidenses del
pasado fin de siglo, sentimos debilidad por esas odas a la máquina
que Leo Marx llamó “la retórica
de lo sublime tecnológico”. Nicholas Negroponte, el director
del Laboratorio de Medios de Comunicación del MIT y autor
del tratado tecnológico Being Digital, considera que las
tecnologías digitales son “una fuerza de la naturaleza
que descentraliza, globaliza, armoniza y da poder”. John
Perry Barlow, un entusiasta defensor de la cibernética,
proclama un evangelio que toma elementos prestados tanto del filósofo
jesuita Teilhard de Chardin
y de Marshall McLuhan como de la
idea sesentera de que todos estamos unidos por una red psíquica
de dimensiones cósmicas. Tanto a través de los medios
de comunicación como de distintas conferencias, Barlow
anuncia la inminente “conexión física de la conciencia
humana colectiva” a “un organismo colectivo de la mente”, tal
vez incluso de la mente divina.
A mediados del siglo pasado, los escritores embriagados por el
invento de la telegrafía inalámbrica tuvieron visiones
similares. “Es imposible que sigan existiendo los prejuicios y
las hostilidades del pasado cuando ha sido creado semejante instrumento
para intercambiar ideas entre todas las naciones de la tierra”,
escribieron Charles Briggs y Augustus
Maverick acerca del telégrafo en 1858. En 1899,
una revista de ciencia popular informó a sus lectores que
“los nervios de todo el mundo” estaban “unidos” por la maravilla
de Marconi; la paz mundial y la Hermandad del Hombre estaban al
alcance de la mano.
Nuestra vertiginosa tecnofilia se habría sentido como en
casa en Coney Island, donde los parranderos se emocionaban con
el Viaje a la Luna de Luna Park, el Ferrocarril de Salto de Rana
de Dreamland (que le permitía a un tren deslizarse por
encima de otro sobre la misma vía férrea) y las
exhibiciones más espectaculares de esa nueva tecnología:
la luz eléctrica. La central de Dreamland era un templo
de electricidad con una fachada diseñada para que pareciera
un dínamo; en el interior, un ingeniero con guantes blancos
atendía las máquinas y explicaba a los azorados
visitantes las maravillas de la energía eléctrica.
No obstante, el despreocupado futurismo de los profetas
cibernéticos como Barlow comparte el espacio aéreo
cultural, como lo hicieron en su época las promesas tecnológicas
de Coney Island, con la aguda sensación de que la sociedad
estadunidense está fuera de control. Políticos
y eruditos lamentan la muerte de la comunidad y la escasez de
urbanidad, las patologías sociales provocadas por el agotamiento
de las oportunidades económicas para los obreros, el deterioro
de la familia, la decadencia de la educación pública,
la lluvia ácida de la violencia mediática o todo
lo anterior.
Los sueños verneanos de Coney Island de un futuro de alta
tecnología ocurrieron sobre un telón de fondo de
profundos cambios sociales y de desequilibrio moral. Los Estados
Unidos de fin de siglo se estaban alejando rápidamente
de los modales victorianos para acercarse a una cultura popular
moldeada por la producción masiva, los medios de comunicación
y el carácter distintivo del consumo conspicuo. Los parques
de Coney fueron agentes de transformación social; repelieron
brevemente la obstinada actitud propia del mundo victoriano y
ayudaron a entretejer los heterogéneos grupos sociales,
étnicos y económicos en una sociedad de consumo
masivo.
Los Estados Unidos se deslizaban de lo que el economista y teórico
social Simon Patten, al escribir
durante el auge de la popularidad de Coney, llamó una “economía
del dolor” de escasez y subsistencia, hacia una “economía
del placer” que por lo menos prometía la abundancia. La
distintiva “cara graciosa” de Steeplechase (un payaso burlón
con una sonrisa de oreja a oreja parecida a la de un tiburón)
personificaba la psicología infantil de la nueva cultura
de consumo, con su énfasis en la gratificación inmediata
y la autocomplacencia sensual. Coney fue una válvula de
seguridad social para un país cada vez más industrializado
y urbanizado que puso las máquinas al servicio del inconsciente.
(Sigmund Freud acababa de inaugurar
un Dreamland propio con La interpretación de los sueños,
un libro publicado en 1899 pero astutamente impreso con la fecha
de 1900 por el sagaz editor de Freud).
Coney era al mismo tiempo una parodia de modernidad industrial
y de iniciación a ella; era un carnaval del caos, una alocada
celebración de abandono emocional y carne expuesta, de
velocidad y sobrecarga sensorial, de desastres naturales y máquinas
fuera de control. Juegos como el Barril del Amor de Steeplechase
y la Ruleta Humana lanzaban a los jóvenes a una proximidad
deliciosamente indecente y respiraderos ocultos levantaban las
faldas, exponiendo la visión escandalosa de piernas desnudas.
(Esto sucedía en una época en que, según
el historiador John F. Kasson, “el
ideal clasemediero, tal como se describe en los libros de etiqueta
de entonces, ponía severas restricciones a que un hombre
se aventurara siquiera a inclinar su sombrero ante una mujer en
público”).
Mijail Bajtín, el crítico
y téorico literario ruso, acuñó el término
“carnavalesco” para describir la fogosa subversión
de los códigos sociales y las jerarquías culturales
en los carnavales de la Edad Media. De manera similar,
Steeplechase, Luna Park y Dreamland voltearon el mundo victoriano
al revés en una erupción de lo que podría
llamarse “lo carnavalesco eléctrico”. Según Kasson,
Coney “declaraba un día de asueto moral para quienes atravesaban
sus puertas. A los valores de frugalidad, sobriedad, trabajo y
ambición contraponía la extravagancia, la alegría,
el abandono, la parranda. Coney Island marcó la aparición
de una nueva cultura de masas que ya no mostraba deferencia por
los gustos y valores decorosos, y que exigió un recurso
democrático propio. Sirvió como un Festín
de Tontos para una sociedad urbana e industrial”.
No obstante, para gran parte de lo que ahora llamaríamos
la élite cultural, Coney se parecía menos a un festín
dionisiaco que al grotesco banquete de Freaks, la película
de Tod Browning. Como “un enorme
laboratorio de la naturaleza humana... liberado de represiones
y restricciones”, en palabras del hijo del fundador de Steeplechase,
los parques de diversión ofrecieron un vistazo a la naciente
cultura masiva de la Era de la Máquina. James
Huneker, el crítico cultural, había visto
el futuro y estaba consternado. “Qué espectáculo
dan los pobres a la luz de la luna!”, se estremeció. Mientras
los pintores modernistas como Joseph Stella se deleitaban con
el “frenesí carnal” de la “muchedumbre palpitante” de Coney,
Huneker temblaba de horror ante las masas estridentes. Nada proclive
al “regreso de lo reprimido” de Freud, Huneker declaró
que Luna Park era un manicomio en un sentido aterradoramente literal.
“Después de que la especie de camisa de fuerza que nos
ponemos todos los días se elimina en sitios orgiásticos
como Coney Island”, escribió, “el animal humano aparece
bajo una forma que no resulta precisamente atractiva... Una vez
que está en masa, el hombre se despoja de la civilización
y se vuelve mitad niño y mitad salvaje... Linchará
a un inocente o glorificará a un político bribón
con la misma facilidad. De allí proviene el monstruoso
libertinaje de los ricos en Coney Island, donde Nueva York persigue
su quimera de placer”.
Huneker expresó las angustias de la clase
media acerca de la rebelión de las masas; el feroz sentimiento
de injusticia social alcanzaba su punto de ebullición debido
a la suciedad urbana y a la explotación industrial. El
crítico también fue testigo de la creciente influencia
de nociones importadas de la psicología social, tales como
la idea de que rendirse a los impulsos inconscientes podía
provocar la demencia real o la teoría de que la muchedumbre,
como entidad psicológica, era irracional y amoral -campo
fértil para los “delirios populares” y la violencia generalizada.
Coney Island materializó las pesadillas de una
clase media acosada por los espectros de los disturbios de la
clase trabajadora y por el “mestizaje” de los anglosajones con
las oleadas de inmigrantes provenientes de Europa del este y del
sur. Para Huneker y su grupo, las “orgías” de Coney marcaron
el deceso del público como órgano informado y letrado,
sensible al argumento razonado y al hecho objetivo. En su lugar,
Coney abrió la puerta a la psique colectiva de la cultura
de consumo -ignorante en vez de intelectual, reactiva en vez de
reflexiva, posletrada en vez de letrada, susceptible a la manipulación
de las imágenes en vez de a la articulación de las
ideas.
La supremacía de las imágenes en la nueva cultura
de masas, un cambio que invirtió la hegemonía tradicional
de la realidad sobre la representación, fue especialmente
desconcertante. En "The Crowd: A Study of the Popular Mind",
libro de gran influencia publicado en 1895, el sociólogo
francés Gustave Le Bon argumentaba
que la muchedumbre “piensa en imágenes”, confundiendo “con
el acontecimiento real lo que la acción deformante de su
imaginación le ha impuesto. Una muchedumbre casi
no puede distinguir entre lo subjetivo y lo objetivo. Acepta como
reales las imágenes proyectadas en su mente”.
Coney representaba la apoteosis de lo falso, y los críticos
como Huneker se inquietaron ante su burla perversa del hecho palpable
y la verdad visual, desde sus inverosímiles y opulentas
fachadas de “mármol” (una mezcla de cemento, yeso y fibras
de yute) hasta los grandiosos shows de aventuras y desastres programados.
Enfrentado a las “pesadillas en desorden” de la arquitectura de
Luna Park (un revoltijo protoposmoderno de grotescos barrocos
y "Las mil y una noches"), Huneker observó: “El
gentío anhela la irrealidad con la misma fuerza que el
dipsómano procura el alcohol”.
Coney Island es un símbolo del proceso histórico
que William Irwin Thompson llama
“el remplazo estadounidense de la naturaleza”. El fenómeno
cobró velocidad durante el auge de Coney con la fatídica
conjunción de las tecnologías de la reproducción
tales como la cromolitografía (década de 1840),
las imágenes en movimiento (1895) y la aparición
de una cultura de consumo hipnotizada por las estampas del deseo
que dichas tecnologías materializaban. La tendencia había
comenzado en la década de 1830 con la fotografía,
cuya habilidad para cubrir de piel la imagen visual inspiró
la famosa declaración de Oliver Wendell
Holmes: “A partir de ahora, la forma se ha divorciado de
la materia”. Su implacable aceleración continúa
en nuestro mundo cableado, en donde Barlow propone que
los habitantes de Internet se separen de la realidad, dado que
el espacio cibernético no depende de los códigos
legales ni sociales del mundo humano, “basados en la materia”
cuando “aquí no hay materia”. En el Luna Park
donde ahora vivimos, la membrana permeable entre el hecho y la
ficción, entre lo real y lo virtual, corre el peligro de
disolverse por completo.
El incendio de Dreamland marcó el fin de una era. “A la
gente le tomó mucho tiempo darse cuenta de que no sólo
había perdido un parque, sino que algo había cambiado”,
comenta Richard Snow, el editor de
American Heritage. Para la década de 1920, Coney
era una víctima de su propio éxito. Seguía
brillando con la misma intensidad de siempre, atrayendo a muchedumbres
de un millón de personas en un buen día cuando alguna
vez sólo atrajo a unos pocos cientos de miles, pero ahora
era tan sólo un templo de cartón descascarado que
acogía emociones y placeres baratos, no la visión
eléctrica de una era venidera. “La autoridad del viejo
orden que había desafiado la capital de la diversión
se derrumbaba rápidamente, y las oportunidades para el
goce de las masas eran más abundantes que nunca”, escribe
Kasson. “Como precursora de la nueva cultura masiva, Coney Island
perdió su carácter distintivo gracias al triunfo
de sus valores”.
El 20 de septiembre de 1964 las luces de Steeplechase, el último
parque sobreviviente de Coney Island, se apagaron para siempre,
una tras otra, mientras una campana repicaba una vez por cada
uno de los sesenta y siete años que el parque estuvo abierto
y una banda tocaba “Auld Lang Syne”. La desaparición de
Coney en la historia, sin embargo, sólo oculta el hecho
de que los Estados Unidos se habían vuelto un manicomio
pirotécnico.
TEORÍAS DE LA CONSPIRACIÓN:
TEOLOGÍA DE LA PARANOIA
A los guardianes de la llama de la Ilustración
como Huneker les preocupaba el reino de la irrealidad y la sinrazón
en Luna Park, pero se tranquilizaban al saber que el sueño
de la razón terminaba a sus puertas. Por el contrario,
los racionalistas contemporáneos son los aguerridos guardianes
de la vela de la razón, que arde con luz mortecina en una
nueva era de oscuridad.
En "The Demon-Haunted World: Science as a Candle in the Dark",
Carl
Sagan observa: “Conforme se acerque el milenio, la
seudociencia y la superstición parecerán cada vez
más tentadoras; el canto de las sirenas de la irracionalidad
será más sonoro y atrayente”. En The
Skeptical Inquirer, órgano del Comité para
la Investigación Científica de Afirmaciones de lo
Paranormal, abundan los comentarios nerviosos acerca de un creciente
analfabetismo científico y de la “rebelión contra
la ciencia a finales del siglo veinte” a manos de un populacho
cansado y cada vez más desconfiado de los costos humanos
y ambientales de los abusos militares e industriales de la ciencia.
Un número reciente anunciaba “un insólito impulso
de veinte millones de dólares para el futuro de la ciencia
y la razón”, y señalaba con pesadumbre: “Los seres
humanos nunca han entendido el universo material con tanta profundidad
como hoy en día. Sin embargo, nunca antes ha sido tan intenso
el anhelo popular por la superstición, la seudociencia
y lo sobrenatural”.
Irónicamente, los Estados Unidos de fin de milenio
también están torturados por el ansia demasiado
racional por el orden conocida como “teoría de la conspiración”
-la creencia de que todo tiene un significado, de que todos los
cabos aparentemente sueltos de la historia están entretejidos
en una oscura red cósmica. El complejo diseño
de esta red mundial sólo es conocido por los conspiradores
invisibles que en secreto tejen nuestra realidad -y por los pocos
que “no confiamos en nadie”, pero que sabemos que “la verdad está
allá afuera” y que "Los expedientes X" la tienen.
Fox Spooky Mulder, el agente
obsesionado por desentrañar el nudo gordiano de la conspiración,
es nuestro Hombre Común, la mezcla noventera por excelencia
del cínico burlón (se mofa de las instituciones
oficiales) y del verdadero creyente (al parecer cree casi en todo,
desde indios que cambian de forma hasta sujetos que prenden fuego
por telequinesis, desde asesinos en serie que reencarnan hasta
extraterrestres que viven en el jardín).
La teoría de la conspiración es al mismo
tiempo un síntoma de la angustia milenaria y un remedio
casero contra ella. Es una manifestación ectoplásmica
de nuestra pérdida de fe en las autoridades de todo tipo
y confirma nuestros peores temores de que la realidad oficial,
de Watergate a Waco,
es tan sólo una historia que oculta los horrores morales
que harían que el retrato de Dorian Gray se pareciera a
un cuadro de Norman Rockwell.
Pero las creencias conspirativas son también una fría
fuente de consuelo. A finales del siglo que nos dio la Teoría
de la Relatividad, el Principio de Incertidumbre y el Teorema
de Gödel, la teoría de la conspiración nos
devuelve a un universo consoladoramente preciso, antes de que
el fundamento materialista de nuestra visión del mundo
se reduzca a arenas movedizas. La teoría de la conspiración
es un hechizo mágico contra la Era de la Información,
un conjuro que mantiene a raya la locura de la información
al organizar cada dato que flota a la deriva. Las creencias
conspiratorias son teorías de campo unificadas en un mundo
irremediablemente complejo y caótico, y resultan
curiosamente tranquilizadoras en sus “pruebas” de que alguien,
en alguna parte, está a cargo de la situación.
La teoría de la conspiración es la teología
de los paranoicos, lo que Karl
Marx podría haber llamado el opio de los grupos
extremistas si hubiera vivido para leer "The New World Order"
de Pat Robertson. “Remplaza a la
religión como medio para situar el mundo sin desencantarlo,
sin robarle su misterio”, escribe el crítico literario
John A. McClure. “Explica
el mundo -como lo hace la religión- sin dilucidarlo, postulando
la existencia de fuerzas ocultas que permean y trascienden el
ámbito de la vida ordinaria”.
Al igual que el cristianismo fundamentalista, la teoría
de la conspiración acepta con un acto de fe la
suposición de que los problemas sociales pueden reducirse
a una lucha maniquea entre el bien y el mal. Al igual
que la new age, confía en la interconexión de todas
las cosas, una proyección cósmica relacionada de
alguna manera con los “universos holográficos”, los “campos
morfogenéticos” y la “conexión no local” del misticismo
cuántico. El Gran Gobierno Mundial de las pesadillas
conspirativas establece una analogía paranoica con la futura
“conciencia planetaria” de las profecías new age.
A la inversa, la Nueva Era también participa en la teoría
de la conspiración con la obra "Aquarian Conspiracy"
(Los conspiración de Acuario) de Marilyn
Ferguson, donde la autora afirma que los agentes secretos
de la conciencia cósmica se han infiltrado en la cultura
secular como una quinta columna trascendente. Y ahí tenemos
el encantador concepto new age de “pronoia” -la ligera sospecha
de que todo el mundo está conspirando para ayudarnos.
La teoría de la conspiración es un mito
explicativo para aquellos que han perdido la fe en las versiones
oficiales de todo, incluyendo la realidad. “Cuando los
hombres dejan de creer en Dios, no dejan de creer en nada; creen
en todo”, dice un personaje en "El péndulo de Foucault",
una condena oscuramente graciosa de la teoría de la conspiración.
“Quiero creer”, la frase del cartel con un OVNI que preside la
oficina de Fox Mulder, es uno de los lemas de "Los expedientes
X".
Pero incluso para aquellos de nosotros que no queremos creer (o
que no queremos confesar que creemos), la teoría de la
conspiración se ha convertido en el horóscopo de
finales de los noventa, un amuleto cursi contra el caos,
una canción novedosa que podemos silbar en la creciente
penumbra del milenio. Es una manifestación del
espíritu posmoderno, cuya sensatez queda muy bien resumida
en un “ja-ja, no es en serio”, la expresión del sujeto
que se cuela a los bancos de información de las computadoras.
Las teorías conspiratorias son ejemplos deliberadamente
clásicos de “seriedad humorística”. La novela "The
Crying of Lot 49" de Thomas Pynchon
es una precursora, pero el texto esencial es, indudablemente,
la trilogía "Illuminatus!" de Robert
Shea y Robert Anton Wilson,
una extensa crónica de la milenaria lucha de poder entre
los Discordianos anarcosurrealistas y amantes del caos y la sociedad
secreta, malvada y autocrática, conocida como los Iluminados.
La Iglesia del Subgenio, una sátira feroz del cristianismo
fundamentalista y de la paranoia derechista, también es
un criterio de prueba para la seriedad humorística. Según
las “profecías de los extraños tiempos venideros”
de la Iglesia, los subgenios son la avanzada en una lucha apocalíptica
contra una conspiración global de “mediocretinos, desalmados,
glorps, conformistas, nuzis, barbies y kens -FALSOS PROFETAS y
CHICOS ROSA que han hecho de la NORMALIDAD la NORMA!”.
Películas como "Hombres de negro" y "El
complot" nos dejan tener nuestra paranoia y burlarnos también
de ella, al igual que libros como "The 60 Greatest Conspiracies
of All Time" (Jonathan Vankin
y John Walen), "Big Book of
Conspiracies" (Doug Moench)
y "It’s a Conspiracy: The Shocking Truth About America’s
Favorite Conspiracy Theories (Consejo Nacional de Inseguridad)".
ALIENATION: OPERACIÓN EXTRATERRESTRE
El fenómeno Schwa también
influye en el ánimo posmoderno. Creado por el artista gráfico
Bill Barker, Schwa es un extraño
proyecto de arte conceptual acerca del “control, la conspiración,
lo absurdo y la desesperación”, disfrazado de una aventura
industrial en las chucherías de la Generación X.
(¿O es al revés? No confíen en nadie!). Los
“productos de defensa extraterrestre” de Schwa (prendedores, calcomanías,
comics, Parches Repelentes, Detectores de Tiempo Perdido y camisetas
fluorescentes, la mayor parte de ellos diseñados con la
arquetípica cabeza extraterrestre de ojos rasgados) usan
el folclor paranoico de la invasión alienígena para
ridiculizar la angustia del milenio. “Desde la detección
hasta la supervivencia extraterrestre, ahora existe, por vez primera,
una línea completa de objetos reales que usted puede comprar
y que terminarán con sus dudas acerca de lo desconocido,
ahora mismo, para siempre!”, promete un panfleto de Schwa.
Al mismo tiempo, las advertencias de Schwa sobre la conspiración
alienígena, cuyas “coerciones subliminales” y “técnicas
bipolares de mercadotecnia” están lavando el cerebro de
los ingenuos -llamados stickpeople-, son una crítica de
dibujos animados de nuestra cultura confundida por los anuncios
y la televisión. “Las campañas manipuladoras
de los medios de comunicación son cruciales para el éxito
de cualquier operación mundial Schwa”, informa
el Manual Mundial de Operaciones Schwa, una guía para los
humanos a los que les gustaría participar en la dominación
del mundo. “Las experiencias del pasado nos han ayudado a inventar
una serie de lemas que, si son usados adecuadamente como núcleos
de campaña, lograrán la máxima cantidad de
flexibilidad psicológica... ‘Erradicar la esclavitud televisiva’
y ‘Las televisiones son agujas’ son perfectos ejemplos de este
enfoque”. Irónicamente, el Manual cita las primeras fases
del fenómeno Schwa (un esfuerzo “modesto, enigmático
y a pequeña escala” que implica “el uso pesado de los llaveros
y las calcomanías”) como un ejemplo de la penetración
secreta de la mente pública. Tal vez usted ya sea una stickperson.
"Tribulation 99: Alien Anomalies Under America" (1991),
la obra maestra underground de Craig Baldwin,
también aborda los temas de la teoría de la conspiración
y la invasión extraterrestre en la modalidad del humor
serio, aunque con un fin político más marcado. La
película de Baldwin es una andanada de imágenes
breves -cohetes y criaturas de la Era Atómica- unidas por
una narración tensa y susurrante. Con voz de Garganta Profunda,
el narrador teje prácticamente todos los elementos principales
de la fe paranoide para crear la madre de las teorías conspiratorias.
"Tribulation 99" es una imbricada red de invasores
extraterrestres, revolucionarios marxistas, mutilación
de ganado, Watergate y, claro está, el asesinato de
John F. Kennedy. Fiel al espíritu
del humor serio, el documental impasible e irónico de Baldwin
mezcla los delirios paranoicos con la historia reprimida, entrelazando
recortes de "War of the Lords" y tomas reales de la
invasión estadounidense de Grenada, la creencia en una
“Tierra Hueca” y la fría realidad de las operaciones secretas
de Estados Unidos en Latinoamérica.
“Lo más importante [en Tribulation 99] fue todo el asunto
Irán-contras, el juicio de Oliver
North”, dice Baldwin. “Yo quería hacer una crítica
a la CIA y a nuestra intervención en los países
extranjeros y me pareció que era una nueva forma de usar
este material creativo, este lenguaje paranoide”. Le impresionó
la forma desconcertante en que ciertas ideas navegaban “entre
la historia oficial, política, y la versión paranoica,
nada oficial, de las cosas. Con frecuencia uno escuchaba estos
extraños alineamientos. A veces era más fácil
creer en las chifladuras de los OVNIS que en la historia de la
CIA empleada para justificar nuestra intervención en algún
país. De modo que las alineé, las superpuse... Tomé
material político real y lo complementé con información
fantástica y absurda”.
Al igual que "Tribulation 99", "Los expedientes
X" exploran la frontera entre el hecho reprimido y el capricho
absurdo, entre las pesadillas nacionales y las de los locos solitarios,
ya sean pistoleros o mutantes que se alimentan de hígados
humanos. Al igual que la película de Baldwin, la serie
cubre la creciente desconfianza hacia el gobierno con la mitología
sensacionalista de una conspiración extraterrestre. "Los
expedientes..." giran en torno a dos agentes ermitaños
del FBI, Mulder y su colega Dana Scully,
que investigan fenómenos sobrenaturales: gusanos gigantes,
extraterrestres que cambian de género, maestros sustitutos
que adoran a Satanás. Es una tarea ingrata que con frecuencia
desata la ira del jefe del dúo, por no mencionar la cólera
de la red de veteranos por excelencia -el Sindicato, lidereado
por el Hombre de Uñas Manicuradas, el Hombre Gordo y el
Fumador (que, ahora puede revelarse, estuvo detrás de los
asesinatos de los dos hermanos Kennedy y de Martin
Luther King, Jr.). Para estas grises eminencias, los híbridos
humano-extraterrestres genéticamente diseñados con
técnicas nazis serán una realidad después
de unas cuantas décadas de trabajo.
El sentimiento antigubernamental que permea "Los expedientes..."
apareció por primera vez en nuestro horizonte mental durante
Watergate -aunque fue necesaria la política reaganiana
de rechazo benigno hacia un gobierno considerado abiertamente
“no la solución sino el problema” para convertir ese vago
desprecio en los negros nubarrones que vemos hoy en día.
En "Los expedientes..." rondan los inquietos fantasmas
de Watergate y Vietnam encabezados por Richard
Nixon, el santo patrono de la realpolitik conspiratoria
y de la paranoia de búnker. Las estrategias maquiavélicas
del Sindicato recuerdan las maniobras del presidente de mirada
furtiva que forjó un vínculo duradero en la mente
estadunidense entre la Casa Blanca y los actos perversos: cerraduras
forzadas, espionaje con micrófonos ocultos, zapatos llenos
de dinero y tratos sospechosos con Howard
Hughes. Los viejos “sindicalistas”, blancos y malos, se
parecen incluso a Nixon; como lo notó un escritor, los
miembros del Sindicato “tienen todos un ligero aire nixoniano”.
Garganta Profunda, el Virgilio con gabardina que conduce a Mulder
por los bajos fondos del encubrimiento extraterrestre, toma su
nombre del misterioso informante de Watergate. Incluso en los
temas nazis del programa hay ecos nixonianos -la apenas velada
nazifilia de G. Gordon Liddy, el ladrón de Watergate que
bautizó a su brigada de trucos sucios como Odessa, pensando
en la asociación clandestina de antiguos miembros de la
SS.
Chris Carter, el
creador de "Los expedientes X", habla por toda una generación
cuando afirma: “Tengo cuarenta años. Mi universo
moral se estaba formando cuando ocurrió Watergate. Eso
provocó un caos en mi mundo. Permeó todo mi pensamiento”.
Al mismo tiempo, la serie toca fibras sensibles en su enorme cantidad
de seguidores (más de veinte millones) porque aprovecha
nuestros temores milenarios. La insistencia del Sindicato
por crear una raza maestra humano-extraterrestre y episodios como
“El frasco de Erlenmeyer”, acerca de un plan para esparcir un
virus alienígena por medio de la terapia genética,
insinúan la intranquilidad que existe respecto de la ingeniería
genética en una época en que la eugenesia vuelve
a ser atractiva, rehabilitada por una nueva oleada de deterministas
genéticos después de varias décadas de desprestigio.
El uso que hacen los conspiradores de los implantes extraterrestres
para rastrear a sus conejillos de indias humanos, la psicosis
homicida desencadenada por los teléfonos celulares en el
episodio “Sangre”, dan forma a la futura conmoción que
nubla el frenesí cibernético de los noventa. El
hecho de que nadie se muera realmente en el programa, de que todos
reencarnen o sean reanimados, es un síntoma de las angustiosas
premoniciones de los ya canosos baby boomers sobre la mortalidad.
Asimismo, los episodios que incluyen una burla sombría
de la histeria cuarentona sobre la destrucción adolescente
(“D.P.O.”, “Syzygy”) se mofan del peor temor de los baby boomers
-haberse convertido en sus propios padres.
Los expedientes X cuenta historias de fogata electrónica
acerca de la sublevación social, el vértigo moral
y el acelerado cambio tecnológico a finales de siglo. “Realmente
creo que el mundo está perdiendo el control”, dice Carter.
“Ya no existe ninguna ética en el trabajo, tampoco un verdadero
código moral. Trato de encontrar imágenes que dramaticen
esta situación”.
A veces, por supuesto, preferimos que nuestra paranoia sea ligera,
como sucede en "The Truman Show" (1998), una película
en la que el sueño de la pronoia new age se vuelve aterradoramente
real. Truman Burbank ignora que su vida es un programa de televisión,
una obsesión global con su propia línea de mercancías
y bares temáticos. Su mundo, semejante a una pecera, está
vigilado por cinco mil cámaras miniaturizadas y sellado
dentro de un biodomo gigante. En Seahaven, la ciudad perfecta
y libre de basura, todos, incluyendo la amorosa esposa stepfordiana
y el amigo amante de la cerveza, son actores a sueldo. Desde una
caseta de control oculta en una luna falsa, como si fuera un dios,
Christof, el productor del programa, puede hacer que salga el
sol o que caiga un poco de lluvia en la vida de Truman.
Sin embargo, con el tiempo, Truman empieza a sospechar que está
en el centro de una conspiración benigna. Finalmente, como
el Ahab de Moby Dick, ataca la máscara de cartón
de su realidad prefabricada -aunque con mejores resultados. “¿Cómo
puede salir el prisionero si no es lanzándose contra la
pared?”, dice Ahab. Con una satisfacción inconsciente,
Truman estrella la proa de su velero contra un muro del biodomo.
Al intentar convencerlo de que no deje la utopía disneyesca
de un mundo donde todos los miembros del elenco conspiran para
ayudarlo, Christof le ofrece a Truman una cápsula de sabiduría
al estilo de "Los expedientes X": “No existe
más verdad allá afuera de la que hay aquí
adentro, en el mundo que he creado para ti”.
Aplaudimos a Truman cuando se libera de un lugar en donde no puede
“confiar en nadie” para ir a “la verdad que está afuera”...
Hasta que recordamos, con una ligera depresión,
que “allá afuera” es aquí mismo. ¿Qué
será del dulce ingenuo, del chico de la burbuja televisiva,
en un mundo donde no siempre es de mañana, donde el vendedor
de periódicos de la esquina no lo saludará con una
sonrisa? Para aquellos que han visto cómo su vida
se deteriora, amenazada por el recorte de los servicios públicos
y los crímenes violentos, la idea de una conspiración
benévola dedicada a asegurarles que siempre tengan un buen
día posee un atractivo agridulce. Los ejecutivos
de Disney que planearon la comunidad de Celebration -parecida
a Seahaven- en Orlando, Florida, lo saben muy bien.
Existe una (tecno)lógica en la popularidad de la paranoia
en los Estados Unidos de fin de milenio. “Ésta es la era
de la conspiración”, dice un personaje en "Fascinación",
de Don DeLillo; la era de “las conexiones, los vínculos,
las relaciones secretas”. Al igual que la teoría
de la conspiración, la Era de la Información gira
alrededor de lenguajes herméticos y complejas interconexiones:
códigos de software, criptogramas, fusiones mediáticas,
redes globales y neuronales.
De hecho la teoría de la conspiración y la Era de
la Información son como siameses: ambas surgen de la frente
de la Ilustración, cuya inconmovible fe en el racionalismo
y el materialismo hizo posible la modernidad tecnológica.
Al igual que el sueño de la razón, el exceso de
racionalidad puede producir monstruos; la fetichización
informativa desarrollada por la teoría de la conspiración
y su fe newtoniana en un universo de causalidad precisa son los
males de la Era de la Razón.
En una de las ironías más deliciosas de la historia,
los verdaderos hijos de la Ilustración, los iluminados,
también son los padres inconscientes de las teorías
conspiratorias. Los iluminados eran una sociedad masónica
formada en Bavaria durante el siglo XVIII para promover el objetivo
de una sociedad racional y humanista, libre de siglos de dominación
por parte de la Corona y la Iglesia. El grupo sólo funcionó
entre 1776 y 1785, pero para 1797, cuando el eminente científico
escocés John Robison publicó
"Proofs of a Conspiracy Against All the Religions and Governments
of Europe, carried on in the Secret Meetings of Free Masons, Illuminati
and Reading Societies", los iluminados se estaban convirtiendo
rápidamente en las estrellas póstumas de la fantasía
paranoide. Dos siglos más tarde, y después del judaísmo
internacional y la ONU, siguen luchando por el título de
oscuros arquitectos de la dominación global -los secretos
intrigantes detrás de las revoluciones francesa y rusa,
los progenitores de Sión y del ascenso de Hitler (!).
En su "Dialéctica de la Ilustración",
Teodoro W. Adorno y Max
Horkheimer argumentan que la Ilustración degeneró
en la “razón instrumental” de la era moderna, que usa la
tecnología para controlar al hombre y la naturaleza en
nombre de las ganancias capitalistas. Siguiendo la lógica
de Adorno y Horkheimer, el racionalismo de la Ilustración,
llevado a los extremos, se convierte en el marco de “ordenar y
controlar” de la tecnocracia militar-industrial, la cual a su
vez hace surgir la paranoia tecnológica de la teoría
de la conspiración: el terror a la vigilancia por
medio de los implantes de microchips, la dominación satánica
a través de los códigos de productos universales,
los invasores de la ONU guiados por calcomanías en los
letreros de las carreteras. (Terrible ironía:
la acelerada propagación de las teorías conspiratorias
y la creación de redes antigubernamentales serían
imposibles de no ser por innovaciones de la Era de la Información
tales como las pizarras de anuncios, la edición cibernética
y las transmisiones de onda corta).
Simultáneamente las interfases, cuyas metáforas
comienzan a estructurar nuestra visión del mundo (World
Wide Web, Windows de Microsoft), parecen confirmar la sospecha
paranoide de que todo está conectado, de que todo es un
símbolo lleno de significados ocultos. Explorando con el
ratón la regresión infinita de menús y submenús
de Windows o saltando de hipervínculo a hipervínculo
por Internet, entramos en la mente de Casaubon, uno de los editores
lunáticos -que también podrían ser agentes
de la CIA- de El péndulo de Foucault. “Estaba listo para
ver símbolos en cada objeto que me encontrara”, dice. “Nuestros
cerebros se acostumbraron a conectar, conectar, conectarlo todo
con todo”.
Asimismo, existe un extraño paralelo entre la teoría
de la conspiración y las modas académicas de las
últimas décadas. La semiótica, que
considera que todo -desde el cabello de Ted Koppel hasta los superhéroes-
es parte de un código cultural que debe ser descubierto,
conoce bien el estilo paranoico. Wilson
Bryan Key, el semiótico popular, hizo su carrera
conjurando el espectro del control mental de la Avenida Madison.
Su contribución a lo que McLuhan llamó “el folclor
del hombre industrial”, la idea de que las “seducciones
subliminales” acechan en cada anuncio, vive en la mente
de todo adolescente que haya hecho el truco escolar de revelar,
ante sus asombrados amigos, la palabra sex escrita en
la superficie de una galleta Ritz, la mujer desnuda escondida
en los cubos de hielo del anuncio de licor, el hombre con una
erección oculto en la pata delantera del camello en una
cajetilla de Camel.
Junto con la semiótica, otras tendencias académicas
conspiradoras incluyen la deconstrucción, que enseña
que el significado es algo ágil e imposible de capturar,
y el Nuevo Historicismo, que argumenta que la idea de
historia “objetiva” -libre de los sesgos culturales- es una ficción
ingenua y que toda explicación histórica puede por
lo tanto leerse y disecarse como si fuera literatura.
Las tres escuelas de pensamiento crítico conciben el paisaje
cultural como un texto literario lleno de significados ocultos.
Y las tres se acercan peligrosamente a la teoría de la
conspiración cuando estiran o rasuran intencionalmente
el texto para hacerlo encajar en rígidas ideologías.
En momentos así se enfrentan a su demente doppelgänger:
la teoría conspiratoria, que se acerca en dirección
opuesta.
A la inversa, los mejores teóricos de la conspiración
son académicos trastornados, virtuosos de la interpretación
excesiva y de la “intertextualidad” frenética
(la idea de la crítica literaria de que toda obra es una
inextricable red de alusiones a otros textos). En su clásico
estudio "The Paranoid Style in American Politics", Richard
Hofstadter argumenta que la mentalidad paranoide “cree
enfrentar un enemigo tan infaliblemente racional como maléfico,
y busca igualar su supuesta eficacia absoluta con la suya, explicándolo
todo y comprendiendo toda la realidad en una sola teoría
consistente y extralimitada. Es totalmente ‘académica’
en su técnica. McCarthyism, el panfleto de noventa y seis
páginas del senador Joseph McCarthy,
contiene nada menos que trescientas trece notas a pie de página;
"The Politician", el fantástico ataque a Eisenhower
por parte de Robert H. Welch, Jr.,
está sobrecargado con cien páginas de bibliografía
y notas”.
Ron Rosenbaum, un conocedor de la
hermenéutica paranoide, describe a quienes buscan verdades
ocultas en el Informe de la Comisión Warren como “los primeros
deconstruccionistas”. Se deleita con los arranques de fantasía
interpretativa de fanáticos del asesinato de Kennedy como
Penn Jones, teóricos de la
conspiración “cuya fértil y floreciente imaginación
ha producido una obra oscura y fantasmagórica que tiene
cierto parecido con una novela latinoamericana (Penn bien podría
ser el Gabriel García Márquez
de la Plaza Dealey)”.
Con sus veintiséis volúmenes,
el Informe de la Comisión Warren es el Finnegans Wake de
la paranoia estadounidense. En efecto: Don DeLillo,
quien explica “la noción profundamente perturbada de nuestro
vínculo con la realidad”, la inquietante sensación
de “ambigüedad y caos” de las cosas a partir de “ese momento
en Dallas”, ha calificado el Informe Warren como la novela que
James Joyce podría haber escrito
si hubiera vivido en Iowa hasta los cien años. Es el Everest
de la exégesis del forastero, y desafía a los virtuosos
de la conspiración a llegar a alturas cada vez mayores
de exceso interpretativo. Al igual que el octogenario
James Shelby Downard, los maestros reconocidos de este
arte clandestino han usado los hechos históricos del asesinato
de Kennedy (tal y como son) como un trampolín para dar
saltos mortales de lógica y hacer acrobacias intertextuales.
Downard, un estudiante que forjó su propio estilo de “la
ciencia del simbolismo”, nos invita a que los sigamos por un laberinto
de correspondencias que conduce a una engañosa conclusión:
la historia oficial es una pantalla que oculta una monstruosa
conspiración de los alquimistas masónicos decididos
a conquistar el inconsciente colectivo -“el control
de la mente onírica” de los Estados Unidos".
El plan maestro de los masones consta de tres rituales alquímicos;
uno de ellos, un antiguo rito de fertilidad conocido como “el
Asesinato del Rey”, se llevó a cabo con la muerte de Kennedy.
En su ensayo “King-Kill/33: Masonic Symbolism in the Assassination
of John F. Kennedy”, Downard sondea las oscuras profundidades
de Eros y Tanatos en el asesinato de JFK —“una verdadera pesadilla
de símbolos que se relacionan con la violencia, la perversión,
la conspiración, la muerte y la degradación”. En
una exhibición de destreza surrealista, establece conexiones
entre Jack Ruby -llamado en realidad
Jacob Rubinstein- y un jack ruby, el nombre que se da en la jerga
de los prestamistas a un rubí falso, lo cual lleva de alguna
manera a las zapatillas de El mago de Oz, al “inmenso poder de
la ‘luz rubí’, también conocida como láser”,
y a las asociaciones simbólicas del rubí con la
sangre, el sufrimiento y la muerte.
El estilo discursivo de Downard desafía la sinopsis, pero
un breve extracto de su ensayo ofrece una probada de su inimitable
voz:
La Plaza Dealey se descompone a nivel simbólico
de la siguiente manera: Dea significa “diosa” en latín
y ley puede relacionarse con la ley o el gobierno en español
o con líneas de importancia geográfica preternatural
en las religiones precristianas inglesas. Durante muchos años
la Plaza Dealey estuvo bajo el agua en distintas estaciones, después
de quedar sepultada por el río Trinity, hasta que se ideó
un sistema de control de inundaciones. A este sitio del tridente
de Neptuno llegó la “Reina del Amor y la Belleza” [Jackie
Kennedy] y su esposo, el chivo expiatorio en el rito del Asesinato
del Rey, el Ceannaideach (palabra galesa para decir Kennedy y
que significa “cabeza fea o herida”).
Para Downard todo está muy claro: “La masonería
no cree en matar a un hombre a la vieja usanza; en el asesinato
de JFK llegó a extremos increíbles y corrió
grandes riesgos para cometer este acto nefando... que corresponde
a la antigua ceremonia de fertilidad del Asesinato del Rey”. A
pesar de la absoluta seriedad con que Downard trata el asunto,
su discurso traiciona un deleite a la Casaubon por presentar conexiones
inverosímiles, por llevar al terreno metafísico
la realidad física de las heridas de entrada y la trayectoria
de las balas.
Sin embargo, la teoría de la conspiración es más
que una hermenéutica desquiciada, una psicosis de la Era
de la Información, una teología paranoide para un
país que pierde su religión o una reacción
postraumática a Watergate y Waco. También es una
reacción de pánico a la vida cotidiana en la era
del totally hidden video, en donde un poco de paranoia
es aceptable. Cito una vez más a DeLillo en "Fascinación":
"Todos somos un poco desconfiados...
Si vas a un banco, te filman... Si vas a una tienda departamental,
te filman. Vemos que esta situación se repite
cada vez más. Si te pruebas ropa en el vestidor,
alguien te ve a través de un vidrio opaco. Y no sólo
les pasa a los clientes. Los empleados también son vigilados,
los espían con cámaras ocultas. Conduce tu auto
a cualquier parte: radares, dispositivos computarizados para el
tráfico. Están mirando dentro del útero,
tomando fotos. En todas partes. ¿Qué es
lo que constantemente da vueltas a la tierra? Satélites
espías, globos meteorológicos, aviones U-2. ¿Qué
hacen? Toman fotos. Ponen al mundo entero en una película."
En esta época, las cámaras
de vigilancia parecen asomarse -como en "The Truman Show"-
a cada rincón de nuestros espacios públicos, especialmente
en el lugar de trabajo que cuenta con aparatos de alta tecnología.
Los programas de computación supervisan la velocidad para
pulsar las teclas, la tasa de errores, los viajes al baño
y los descansos para comer de los oficinistas que usan las bases
de datos, los vendedores de productos por televisión y
otros trabajadores posindustriales, permitiendo un grado orwelliano
de inspección que hubiera hecho las delicias de Frederick
Winslow Taylor, el padre de la “administración científica”
de la moderna fuerza laboral.
Las redes cibernéticas han abierto nuestros registros de
crédito y nuestros expedientes médicos a los ojos
curiosos de los patrones, las aseguradoras y los comercializadores
de correo directo. Un anuncio de correo electrónico para
el programa Net Detective pregunta: “¿Sabía usted
que con Internet puede descubrir TODO lo que siempre quiso saber
sobre sus EMPLEADOS, AMIGOS, PARIENTES, VECINOS, incluso su propio
JEFE?”. Los fisgones en línea que suelten veintidós
dólares podrán “averiguar números telefónicos
‘no registrados’”, “saber quién es el nuevo novio de su
hija” y “enterarse de cuánto paga su vecino por concepto
de pensión de divorcio”.
No obstante, cada vez más aceptamos nuestra paranoia y
aprendemos a amar la cámara. Las “tiendas de espías”
como Spy World y Counter Spy Shop de Nueva York están proliferando
en respuesta a la demanda de los consumidores de dispositivos
como el oso de peluche que tiene una diminuta cámara
de video oculta en un ojo, el aparato ideal para los padres que
quieren espiar a las niñeras de sus hijos.
A un nivel menos risible, un informe de diciembre de 1997 entregado
a la Comisión Europea confirmó la existencia del
sistema Echelon, una red de vigilancia
electrónica global operada por la nebulosa Agencia de Seguridad
Nacional de los Estados Unidos, que “de manera rutinaria e indiscriminada”
espía el correo electrónico, los faxes e incluso
las conversaciones telefónicas en todo el mundo, usando
programas de inteligencia artificial para buscar palabras clave.
Y si bien el gobierno tal vez no nos esté implantando microchips
en el trasero, como creía Timothy
McVeigh, los funcionarios que buscan medidas más
duras contra los criminales, como la senadora Diane
Feinstein, claman por una identificación nacional
obligatoria que tenga una huella digital o una huella de voz electrónica.
Robert Ellis Smith, el editor de
Privacy Journal, considera que las tarjetas biométricas
de identificación federal serían una grave amenaza
para las libertades civiles, un paso más hacia los implantes
gubernamentales que alimentan los sueños febriles de McVeigh.
Sin embargo, ya existe un gran motivo de preocupación:
se dice que, en años recientes, el FBI ha gastado
dos mil millones de dólares anuales para crear un banco
de datos genéticos sobre los ciudadanos estadounidenses.
La revelación de que el gobierno está leyendo nuestro
correo electrónico, escuchando nuestras conversaciones,
espiándonos desde la órbita terrestre, archivando
nuestros datos genéticos, arroja una luz algo caritativa
sobre la teoría de la conspiración. También
ayuda saber que, en realidad, el gobierno desprecia la voluntad
del pueblo, pisotea la ley e intenta encubrir sus artimañas.
Desde COINTELPRO al caso Irán-contras, las cabriolas de
las décadas de la posguerra resultan más extrañas
que la ficción paranoide; ¿a quién se le
ocurrirían operaciones de la CIA como MK-ULTRA, un experimento
secreto de control mental de veinticinco millones de dólares
en donde conejillos humanos inconscientes (uno de los cuales se
suicidó más tarde) recibieron fuertes dosis de LSD?
¿O el programa de veintiún millones de dólares
para controlar los poderes de vigilancia de la “visión
remota”, la supuesta capacidad psíquica de ver objetos
ocultos o distantes?
Al menos los millones de dólares provenientes de impuestos
que la CIA tiró a la basura para su programa de Línea
de Asistencia Telefónica de Amigos Psíquicos de
Keystone compran unas cuantas dolorosas carcajadas. Pero la risa
se amarga cuando las verdades más sombrías salen
a la luz -ahí están los experimentos que el Departamento
de Energía de los Estados Unidos realizó durante
la Guerra Fría, y durante los cuales dieciséis mil
personas -incluyendo niños y mujeres embarazadas- fueron
expuestas a la radiación; o el experimento bacteriológico
efectuado en 1950, cuando un dragaminas de la Marina roció
San Francisco con raras bacterias Serratia, enviando a once víctimas
inocentes al hospital y una al cementerio.
Al repasar la lista de atrocidades perpetradas por el gobierno
sobre sus propios ciudadanos, a menudo con la ayuda empresarial,
nos viene a la mente la defensa que hace Sven
Birkerts de la paranoia, a la que define como “una
respuesta lógica a la verdadera comprensión del
poder y sus diversas patologías”. Birkerts, un
crítico literario que alcanzó la mayoría
de edad durante los años sesenta, dice que la paranoia
es “lo que sucedió cuando se derrumbaron las ilusiones
de la contracultura y se puso de manifiesto el verdadero alcance
de la red política”. Para él, la visión “paranoica”
del mundo es el equivalente político de los lentes de rayos
X: revela que lo que consideramos un discurso público en
nuestra era de información y entretenimiento es tan sólo
“distracción, espectáculo, los bromuros de las relaciones
públicas”. Arranca los estandartes sensacionalistas de
la cultura televisiva para exponer la cruda realidad de una democracia
en crisis, “los intercambios más profundos de nuestro
órgano político controlado por las maquinaciones
de una élite”.
A Birkerts le gusta la máxima contracultural de que la
paranoia es tan sólo un “estado acrecentado de conciencia”.
En efecto: lo peor de algunas de las paranoias nocturnas, conocidas
como teorías de la conspiración, es que son ciertas.
Los Estados Unidos realmente usan su poder imperial para
apuntalar regímenes represivos que apoyen la política
extranjera y los intereses comerciales estadounidenses y para
derrocar a los gobiernos, democráticamente electos, que
no lo hacen. Según David
Burnham, un periodista especializado en temas de la aplicación
de las leyes, el FBI (“la agencia más poderosa y secreta
que existe actualmente en los Estados Unidos”) es en verdad una
orwelliana casa del terror cuyo comportamiento de rutina -satisfacer
su fetichismo de vigilancia con bases de datos acerca de millones
de ciudadanos que observan las leyes y hacerse de la vista gorda
ante los abusos contra los derechos humanos y el crimen corporativo-
es incompatible “con los principios o las prácticas de
la democracia representativa”. Y, como lo sospecha Birkerts, los
medios noticiosos corporativos son realmente instrumentos de control
social: galvanizan la opinión pública para que apoye
los proyectos de las élites.
Naturalmente, en la década de los noventa, en donde ya
nada sorprende y todo aburre, nadie se atrevería a llamarlo
una conspiración; tal vez es mejor tomar prestada la jerga
de moda de la teoría del caos. Por ejemplo, la función
propagandística de los medios de comunicación podría
describirse como un “fenómeno emergente”, un patrón
que surge no como resultado de las artimañas de una nefanda
cábala sino por medio de la compleja interacción
entre los elementos de un turbulento sistema. Estos elementos
incluyen la propiedad cada vez más concentrada y la orientación
pragmática de los medios predominantes; la censura ejercida
por los anunciantes, la principal fuente de ingresos de los medios;
y la dependencia de éstos de la información manipulada
y proporcionada por las fuentes gubernamentales y empresariales
y por los “expertos” prefabricados, seleccionados y apoyados por
intereses protegidos. Como Edward S. Herman
y Noam Chomsky argumentan en "Manufacturing
Consent: The Political Economy of the Mass Media", estos
factores “interactúan y se refuerzan entre sí”,
filtrando las críticas sistémicas de las economías
de libre mercado, del capitalismo multinacional y de la política
exterior de los Estados Unidos y dejando únicamente las
noticias “aptas para imprimirse”.
Herman y Chomsky no son pistoleros solitarios. Los críticos
de los medios de comunicación como Ben
Bagdikian y Herbert Schiller,
las organizaciones como Justicia y Credibilidad en el Periodismo
y Proyecto Censurado, han recabado montañas de pruebas
del papel fundamental que juegan los medios noticiosos corporativos
para que las masas apoyen “los planes económicos, sociales
y políticos de los grupos privilegiados que dominan la
sociedad doméstica y el Estado”, como dicen Herman y Chomsky.
Quienes ignoren estas acusaciones, considerándolas izquierdismo
de pacotilla, tomen en cuenta lo siguiente:
* En 1985, la estación de televisión
pública WNET perdió su patrocinio corporativo de
Gulf + Western después de transmitir el documental Hungry
for Profit, que criticaba las actividades de las empresas multinacionales
en el Tercer Mundo. A pesar de la asombrosa afirmación
de una fuente de que los funcionarios de la estación hicieron
todo lo posible por “limpiar el programa”, Gulf + Western quedó
muy ofendida y retiró su financiamiento. Uno de los principales
ejecutivos de la compañía se quejó ante la
estación de que el programa era “violentamente antiempresarial,
si no que antiestadunidense”. The Economist comentó:
“La mayor parte de la gente cree que WNET no volvería a
cometer el mismo error”.
* En 1989, una investigación federal reveló
que hasta un sesenta por ciento de los tornillos que los fabricantes
estadounidenses usaban en aviones, puentes y silos nucleares podían
estar defectuosos. Un informe, programado para salir al aire en
el programa Today de la NBC, comentó que “los
ingenieros de General Electric descubrieron que tenían
un gran problema: uno de cada tres tornillos provenientes de uno
de sus principales proveedores estaba defectuoso. Aún más
alarmante, GE aceptó los tornillos defectuosos sin ningún
certificado de conformidad durante ocho años”. La referencia
poco halagadora a GE fue eliminada de la historia antes de salir
al aire. Por una curiosa coincidencia, GE también es dueña
de NBC.
* En 1990, las imágenes de una agitada joven
kuwaití testificando ante la Junta de Derechos Humanos
del Congreso hipnotizó a los telespectadores estadounidenses.
Identificada como una “voluntaria de hospital” anónima
(dijeron que su identidad debía mantenerse en secreto para
garantizar su seguridad), la chica relató llorando cómo
los soldados de las fuerzas iraquíes que habían
invadido Kuwait sacaban a los bebés prematuros de sus incubadoras
y los dejaban morir sobre el piso frío del hospital. Su
testimonio fue crucial para movilizar el apoyo del público
a la Operación Tormenta del desierto. Al acabar la guerra,
se supo que la chica era la hija del embajador kuwaití.
No ha podido comprobarse cuál fue su paradero cuando tuvieron
lugar los supuestos acontecimientos, y su historia de horror sigue
sin confirmarse hasta este día. Sin embargo, lo que es
seguro es que la reunión de la Junta fue organizada por
Hill and Knowlton, la empresa de relaciones públicas de
la élite, que servicialmente proporcionó a los testigos
para que testificaran. La familia kuwaití en el exilio
había contratado a Hill y Knowlton para fomentar el apoyo
del público a la intervención militar de los Estados
Unidos.
Las críticas institucionales, apuntaladas
por ejemplos de profundas fallas sistémicas como éstas,
contrastan con los juegos de moralidad preferidos por los principales
comentaristas, en donde los “chicos malos” como Richard Nixon
o Michael Milken o Mark
Fuhrman se usan como chivos expiatorios mientras el sistema
que los produjo sigue invicto —un análisis que de hecho
sirve para reafirmar la solidez esencial del status quo. Herman
y Chomsky predicen la respuesta a tales acusaciones:
Es común que las críticas institucionales
sean descartadas por los comentaristas del establishment como
“teorías conspiratorias”, pero es tan sólo una evasión...
De hecho nuestro tratamiento se acerca mucho más a un análisis
de “libre mercado”, en donde los resultados son en gran parte
una consecuencia del funcionamiento de las fuerzas del mercado.
La mayor parte de las elecciones sesgadas en los medios de comunicación
surgen de la preselección de la gente que piensa de manera
correcta, de las ideas preconcebidas e interiorizadas y de la
adaptación del personal a las limitaciones de la propiedad,
la organización, el mercado y el poder político.
En otras palabras, nadie está al frente; a finales
del siglo veinte, las verdaderas conspiraciones tienen muchos
tentáculos pero ninguna cabeza.
Así, conforme aumentan las pruebas de la existencia de
las operaciones gubernamentales secretas, de la vigilancia corporativa
y de la función propagandística de los medios de
comunicación, cada vez está más claro que
algunas teorías de la conspiración son mentiras
verdaderas.
Por otro lado, a veces un paranoico es tan sólo
eso. A juzgar por los recientes acontecimientos, un número
sorprendente de estadounidenses se ha cruzado al otro lado, al
paranoico mundo paralelo de Los expedientes X. “Saben” que el
sospechoso suicidio de Vince Foster,
el asesor asistente de la Casa Blanca, fue en realidad el asesinato
del Hombre que Sabía Demasiado, autorizado al nivel más
alto. “Saben” que el Vuelo 800 de TWA explotó por accidente
a causa del “fuego amistoso” de un crucero de la Marina de los
Estados Unidos (si es que no fue atacado por extraterrestres poco
amables). “Saben” que el Área 51, una base militar ultrasecreta
oculta en el desierto de Nevada, es más un terreno de prueba
para las naves de espionaje de presupuesto negro. Según
los creyentes de Area 51 de David
Darlington, también es el sitio donde nació
el virus del SIDA, el lugar de descanso de los extraterrestres
de Roswell y el destino
final de todos esos niños perdidos cuyas fotos aparecen
en los botes de leche, y que terminan sujetos a abominables experimentos
realizados en los laboratorios subterráneos de la base.
Darlington escribe que abundan rumores acerca de que el Área
51 está supervisada “no por lacayos pedestres como el Congreso,
el presidente o la Fuerza Aérea, sino por los Bilderberg/Consejo
de Relaciones Extranjeras/Comisión Trilateral/Gobierno
Mundial/Nuevo Orden Mundial -distintos nombres para la cábala
clandestina que opera dentro/fuera del complejo militar-industrial.
Estos traficantes renegados del poder no se detendrán ante
nada para lograr su objetivo: la dominación del mundo,
ni más ni menos”.
Para los que tienen experiencia en las cosas del mundo,
estas creencias tienen un atractivo extravagante; parecen ser
el equivalente político del clásico filme de serie
B, "The Incredibly Strange Creatures Who Stopped Living and
Became Mixed-up Zombies". Pero la broma desaparece
cuando nos damos cuenta de que lo que Hofstadter célebremente
llamó “el estilo paranoide de la política estadounidense”
(la creencia maniquea de que una conspiración más
sutil está luchando en secreto contra el american way
of life) está de regreso, y de que sus mortíferos
seguidores no se andan con cuentos.
Los helicópteros negros sin marcas, los portentos
ominosos de una inminente invasión de la ONU al centro
de Estados Unidos, oscurecen los cielos mentales de diez mil a
cuarenta mil estadunidenses que participan en el movimiento miliciano
antigubernamental de extrema derecha. Kenneth
S. Stern, el experto en grupos de odio, llama a la milicia
“el movimiento popular de mayor crecimiento” del que se tenga
memoria.
En esta época, un hombre como Timothy McVeigh (“Un estadunidense
bueno y muy normal que servía a su país”, como lo
definió su compañero de cuarto del ejército)
puede transformarse en un paranoico extremista que cree que el
ejército le ha implantado un microchip en las nalgas para
rastrear sus movimientos. En el pavoroso mundo de The Spotlight,
Patriot Report y otros periódicos de extrema derecha
que McVeigh devoraba, las hordas mongolas se reúnen en
las montañas; miembros de infames pandillas se entrenan
como tropas de choque para la invasión; las fuerzas rusas
esperan la hora cero en las minas de sal bajo Detroit; y los patios
de reparación de Amtrak en Indianápolis están
listos para convertirse en un enorme crematorio, la solución
final para todos los que se resistan al Nuevo Orden Mundial. Algunos
afirman incluso que la conspiración esconde un plan para
dividir la tierra de los individuos (anteriormente) libres en
un mapa impreso en la parte de atrás de una caja de cereal.
Los libros de cabecera de McVeigh incluían "Operation
Vampire Killer 2000", escrito por Jack
McLamb, el antiguo sargento de policía de Phoenix,
un llamado al personal militar y policiaco para tomar las armas
y movilizarse contra la “secreta operación elitista” cuyo
objetivo declarado es una “sociedad socialista ‘utópica’”
y “el fin del american way of life” para, ¿cuándo
más?, el año 2000. Según McLamb,
los tenebrosos sujetos que jalan los hilos detrás del inminente
gobierno de un solo mundo incluyen a los banqueros internacionales,
los iluminados, la “dinastía Rothschild”, los comunistas,
la IRS, la cadena CBS News (!), una sociedad secreta de Yale,
los “chiflados humanistas”, los extraterrestres y, claro está,
la ONU.
Las teorías conspiratorias de McVeigh se leen como un guión
de Los expedientes X escrito por Thomas
Pynchon. Serían un cómico alivio de no haber
terminado en catástrofe —la explosión de un camión
lleno de dos mil kilos de fertilizante de nitrato de amonia cerca
del Edificio Federal Alfred P. Murrah en Oklahoma City, el 19
de abril de 1995, que mató a ciento sesenta y ocho personas
inocentes. “Hoy en día, la ultraderecha es mucho más
activa que antes; ha planeado ataques subversivos en todo el país”,
escribe James Ridgeway, el vigilante
de la milicia. Un corresponsal de The Spotlight, la revista
de ultraderecha, afirma haber recibido una espantosa postal sin
firmar fechada el 17 de abril en Oklahoma City. Con el reverso
en blanco, su único mensaje es la imagen del frente: una
ominosa foto de la era de la Depresión que muestra a un
tornado. El encabezamiento reza: “Tormenta de polvo acercándose
a cien kilómetros por hora”. Kerry
Noble, un extremista antigubernamental que fue declarado
culpable por conspirar en 1983 para hacer explotar el edificio
Murrah como una “declaración de guerra” contra el gobierno
estadounidense, especula que el misterioso mensaje de la tarjeta
postal podría ser que “las cosas se desencadenaron” gracias
al bombardeo de Oklahoma. “Se acerca otra tormenta de polvo”,
señala.
EL ATAQUE DE PÁNICO DE 2.000
McVeigh era un solitario sin afecto
(¿no lo son todos?), un Lee Harvey
Oswald de los años noventa. Era un hombre que vivía
su vida en pequeños cuartos, para usar la aterradora frase
con la que DeLillo describe a Oswald en su novela Libra; un hombre
que, al ser dado de baja en el ejército, intentó
animarse durmiendo en sábanas infantiles adornadas con
imágenes de Garfield. Pero no está solo. De
los secuestros extraterrestres a los encuentros con ángeles,
de los recuerdos recuperados a las personalidades múltiples,
del abuso ritual satánico a los asesinatos en serie, de
los “tajos” como expresión abyecta de la moda al sadomasoquismo
como opción normal de estilo de vida, nuestro paisaje mediático
parece estar dominado por las obsesiones solitarias y las locuras
subculturales, “los extraordinarios delirios populares
y la locura de la muchedumbre”, como dijo Charles
Mackay en un libro ya clásico.
¿Estamos al borde de una nueva era de intranquilidad y
sinrazón? ¿O acaso las visiones de exceso y las
premoniciones de desastre que acosan a los Estados Unidos de fin
de milenio son mera numerología -las mismas manías
masivas que han acosado al mundo occidental cada mil años?
¿Existe “alguna histeria siniestra aquí afuera,
esta noche, alguna pista de la monstruosa perversión a
la que puede llegar cualquier idea humana”, como se preguntó
Joan Didion en "Slouching Towards Bethlehem"? ¿O
acaso se trata tan sólo del olor de Caos, la nueva fragancia
de Donna Karan?
En "Century’s End", su historia del fin de siglo como
fenómeno cultural, Hillel Schwartz
sostiene que “ciertas constelaciones culturales se adelantan en
primer plano al final de los siglos, repetidas veces”. Observa
que un tema finisecular es “la dicotomía o la duplicación”,
lo que él llama “janiformidad” por Jano, el dios romano
cuyos rostros gemelos miraban en direcciones opuestas. Así,
la respuesta a la pregunta milenaria que se repite en todo el
orbe (“¿Se ha vuelto loco el mundo?”) es adecuadamente
finisecular -sí y no. La opinión aceptada
de que la sociedad estadounidense está fuera de control
es al mismo tiempo un mito apocalíptico y una realidad
social, una ficción mediática y un hecho de la vida
cotidiana.
Como lo señala Schwartz, el paso de las bestias salvajes
que caminan, indolentes, hacia Belén, se escucha ahora
cada cien años, como las trompetas anunciadoras del milenio
cristiano (y, en estos días, de la Nueva Era). “A fines
de siglo”, nos recuerda el autor, “somos inevitablemente los anfitriones
de una época oximorónica: lo mejor y lo peor, lo
más desesperado y lo más regocijante, lo más
reprimido y lo más caótico”. Observa que, hasta
ahora, “el fin de cada siglo ha sido una comedia; siempre hemos
logrado sobrevivir y nos hemos sorprendido regularmente por la
forma en que lo hicimos. Rimbombante discurso new age
por un lado, bombazo de desesperación por el otro, el fin
de siglo nos ha puesto terriblemente en ridículo”.
La creencia de que somos testigos de los extremos de la fragmentación
social y el malestar moral, de que nos encontramos en encrucijadas
críticas, al borde de decisiones trascendentales, es una
parte esencial del fin de siglo; el fin de milenio simplemente
sube el volumen cultural. La locura y el pandemónium
noventero crecen en nuestra mente debido a un talismán
numerológico: el momento cercano en que nuestros relojes
digitales cambien a tres ceros (deberíamos recordar que
es tan sólo un poco de magia de calendario, cuya importancia
oscura y profunda no será entendida por los millones de
personas que calculan el tiempo religioso en forma no cristiana).
Un bromista de The New Yorker sugirió alguna vez
que declaráramos el primer año del tercer milenio
como “veinte oh-oh” -“un nombre nervioso para lo que sin duda
será un año nervioso”.
Al mismo tiempo, hasta los más delicados agentes del desprestigio
conceden que nuestro caos finisecular parece ser más extremo,
de alguna manera, de lo que fue Estados Unidos a finales del siglo
pasado o Europa en el año 1000. “Los comentarios finiseculares
siempre giran alrededor de momentos críticos y de decisiones
irrevocables”, escribe Schwartz, “pero en esta época las
opciones aparecen más marcadas como holocausto o buena
voluntad, ecología o extinción, conciencia elevada
o fin de la civilización (occidental). Los pivotes milenarios
parecen ser más filosos que nunca”.
Naturalmente, como lo nota en otra parte de su obra, los paraísos
perdidos y los días del juicio final diferidos de cada
fin de siglo se han pospuesto para el siguiente. Por lo tanto,
el peso acumulado durante siglos de grandes esperanzas se inclina
sobre el año 2000. “El hecho de que nos estemos preparando
para el fin de nuestro siglo con mucha mayor anticipación
que la gente de cualquier otra época significa que las
tensiones maniqueas comunes a la experiencia finisecular se exagerarán
en los años noventa”, escribe Schwartz. Al comparar el
final del siglo XX con un hoyo negro, afirma: “El año
2000 tiene una fuerza gravitacional de máximo alcance.
Los cien años que lo precedieron -nuestro siglo- han llegado
a sentirse como una época final, una era de grotesca
extremidad, que comenzó tal vez con la muerte
de cien mil caballos durante la guerra de los boers. Desde
1945, si no es que mucho antes, el XX se volvió un siglo
apocalíptico”.
Mark Dery
(c) 1.999. Todos los derechos reservados. Traducido del inglés
por Katia Rheault.
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