Desembarcar
en El Valle del Amanecer -caminar por sus calles, conversar con
sus habitantes, visitar sus templos, participar de sus ceremonias-
es acceder a un desvío sagrado de Brasilia, la imponente
capital del Brasil. En la abigarrada doctrina que practican los
habitantes de aquella ciudadela irreal se entrecruzan el espiritismo
kardecista, perceptibles trazos de la religión africana,
un fuerte tono milenarista y una curiosa, casi cosmética
presencia de entidades extraterrestres. El pueblo queda a
unos 50 kilómetros de Brasilia, cerca de Planaltina, erigido
en una zona virgen del Planalto Central. Tiene más de 10
mil habitantes -en su mayoría médiums activos- y
un curioso trazado urbanístico: los caminos de tierra -que
unen viviendas, negocios, y hasta una comisaría- bordean
un complejo parque ritual. Éste es el Templo del Amanecer,
un oscuro e imponente edificio semienterrado, inmensas figuras
de madera y yeso de colores vivos que representan a Jesús
y al Padre Flecha Blanca y un área
iniciática a cielo abierto, la Estrella Candente. Y, sobre
la colina, un mensaje de nueve letras: “Salve Deus”, también
un saludo inseparable del protocolo de la comunidad. No hace falta
ser muy perspicaz para advertir que tanto en su organización
jerarárquica como en su arquitectura, El Valle simula
a Brasilia. El pueblo encantado y la gran ciudad tienen otra
cosa en común: ambas se postulan como la mejor respuesta
humana posible -urbanística, técnica y religiosa-
a una expectativa trascendente.
EL
PUEBLO DE LOS ESPÍRITUS
Brasilia, la monumental metrópoli de cemento, surgió
de la noche a la mañana sobre un desierto yermo a fin de
satisfacer la necesidad de centralizar la administración
del Brasil. Es la consagración del llamado “urbanismo
racionalista” y la tecnocracia. Constituye una paradoja
de primerísimo órden que sea, a la vez, la Meca
de centenares de viejos y nuevos movimientos espirituales milenaristas.
Desde su fundación, el 21 de abril de 1960, videntes,
profetas y líderes religiosos se establecieron en su periferia
acatando signos y presagios que, empezando por Don
Bosco, la señalaron como “la tierra sagrada destinada
a sobrevivir al cataclismo apocalíptico”.
Neiva Chaves Zelaya, más conocida
como Tía Neiva, siguiendo una profecía de sus guías
espirituales, se establece en la zona en 1959. Primero fijó
residencia en Serra do Ouro, municipio de Alexania, en Goiás.
Allí, con la ayuda de su maestra espiritual, la medium
Dona Nenén, y un puñado de seguidores, fundó
la Unión Espiritista Flecha Blanca. Según sus biógrafos,
el culto fue inspirado por un “cacique interplanetario” que,
en una vida anterior, habría sido Francisco de Asís,
encarnado luego en “un valiente nativo que durante la conquista
combatió a los españoles con palabras de amor”.
Pero todo esto preanunciaba una misión superior. Tía
Neiva, una nordestina que asombraba a su círculo de seguidores
con sus profecías y sus dones terapéuticos, se sentía
convocada a formar una gran comunidad mística. En 1965
conoce a quien sería su pareja, el consejero de la Universidad
de Brasilia Mario Sassi. En ese encuentro supieron que sus almas
estaban predestinadas. Sassi abandona su trabajo, vida social
y familiar, y decide seguir a Tía Neiva, convirtiéndose
en el teórico y escriba oficial del grupo. En 1968 comienzan
a construir lo que pronto se convertirá en la más
extravagante -a ojos de un forastero- ciudadela celestial: El
Valle del Amanecer.
LA UTOPÍA INVISIBLE
Lo más sorprendente de la arquitectura de El Valle -que
por sus ornamentos kitsch algunos autores describieron
como “una réplica bonsai” de Brasilia- no son, como se
podría suponer, sus templos al aire libre cohabitando con
sus viviendas, la inmensa estrella de David donde celebran parte
de sus rituales o la pirámide color canela que preside
el lago artificial. Lo realmente asombroso es lo que no se
ve. Según sus adeptos, por encima del Valle, a una
distancia imposible de estimar, flota una escuadra de naves
procedentes de Capela (Capilla en portugués),
un lejano planeta adonde viajan los espíritus terrestres
desencarnados. Desde aquel territorio extradimensional, según
sus creencias, los difuntos custodian la evolución espiritual
de cada habitante de la comunidad.
El visitante puede llegar al Valle del Amanecer cualquier día
de la semana. Pero la magia los recibe, en todo su esplendor,
los domingos, cuando los médiums incorporan al Padre Flecha
Blanca, el espíritu del cacique que -desde algún
invisible repliegue de la galaxia- dirige los destinos de la comunidad.
“Flecha Blanca llegó de otro planeta, luego de varias
reencarnaciones -explica Carlos Alberto, mestre a cargo de
orientar al recién llegado. “En uno de sus frecuentes contactos
con el Pai -sigue Carlos- Tía supo donde debía emplazar
la comunidad”.
Es media tarde del domingo y todo está en movimiento.
Frente a la sobrecogedora nave del templo, una fila india de hombres
y mujeres entonan himnos devocionales en una lengua extraterrestre;
fieles en lento peregrinaje asisten a los centros de sanación;
otros parecen firmarse autógrafos entre sí mientras,
en otro sector, una patrulla de Policías Espirituales sofoca
las energías negativas rebeldes que impregnan el Valle.
El pueblo más extraño de América Latina es
hospitalario, aunque nada proselitista con el visitante. Cada
uno es responsable por su adhesión y a nadie parece quitarle
el sueño ganarse la voluntad de los forasteros. Las preguntas
se amontonan: ¿Quiénes son? ¿Qué hacen?
¿En qué creen? Ellas, las mujeres del Valle del
Amanecer, parecen haber escapado de un cuento de hadas. De hadas
intergalácticas. Les llueven tules hasta la cintura, usan
cintas cruzadas en el pecho y vestidos de colores vivos con figuras
salpicadas de lentejuelas. Enarbolan firme, seriamente una lanza
metálica. Los hombres, en cambio, lucen insignias y medallas
que corresponden a su grado, camisas negras y largas capas borravino
que -acaso por cierto indefinible toque de modernismo medieval-
recuerdan a Buck Rogers, Súperman
o Logan en su fuga del Siglo XXIII.
Y sin embargo no, definitivamente no es una fiesta de disfraces.
Todos cumplen su papel en ese carnaval místico: charlando
un poco por allí, otro poco por allá, cuando hablan
de su fe demuestran conocer a fondo la doctrina que los viste,
los aconseja y los cura.
UNA DOCTRINA VIVA
No es fácil explicar quiénes son -qué hacen,
de qué viven, en qué creen- los médiums que
siguen las enseñanzas de Tía Neiva. Pero El Valle
existe alrededor de una religión milenarista consagrada
a orientar a los espíritus predestinados a cumplir, en
esta encarnación, una misión providencial. Y
esa misión depende de una serie de sucesos increíbles
que están por ocurrir. “Todo cambiará -anuncia Carlos-
cuando se intensifiquen las vibraciones negativas en este plano
dimensional”. Declina hablar del calendario apocalíptico
que enseña su doctrina. Sólo anticipa un módico
presagio: “El mundo, allí fuera, va mal. Y empeorará”.
Para captar el complejo orden sagrado de El Valle
hace falta integrarse, inmiscuirse en la médula de su fe:
aquí circula un know-how más dinámico
que libresco. “Lo importante es lo que nuestros guías
nos dicen hoy, no lo que dijeron ayer, sino sería una doctrina
fosilizada. Los conocimientos que llegan son ‘filtrados’ entre
todos”, prosigue Carlos. Mario Sassi solía decir que
“aquí llega la escoria, aquellos que fracasaron afuera
y vienen a buscar una nueva oportunidad”. Carlos lo confirma y
aclara: “Sí, en el Valle recibimos a los expulsados de
la sociedad, a quienes les enseñamos tres cosas básicas:
tolerancia, amor y humildad”. Sus valores son encantadores.
Pero no alcanzan para explicar el colorido exhibicionismo de esta
religión alegre, difusa y ecléctica. Una manera
de avanzar puede ser colarse en la marcha de los espíritus.
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