[TRADICION]

EXHIBICIÓN DE DOLOR Y SANGRE EN PAMPANGA
Por Ignacio Cabria García

La Semana Santa da lugar a variadas celebraciones en todos los países de tradicion cristiana. Pero en ninguna parte como en Filipinas la representación de la pasión adquiere características de tal realismo y dramatismo. En la ciudad de San Fernando, provincia de Pampanga (al norte de Manila), como todos los años, los creyentes católicos reviven la pasión del Viernes Santo por medio de la crucifixión absolutamente real de grupos de personas y la sangrienta flagelación de los penitentes. Lo que llaman -en término de origen español- "penitensia". La Semana Santa de Pampanga es un ritual de dolor y sangre, pero también una dramatización de la tradición.

 

Como en una representación teatral, los hechos se desarrollan de acuerdo a un esquema previamente establecido. Grupos de penitentes de cada barrio, con el pecho desnudo y la cabeza tapada con un pañuelo, comienzan a golpearse la espalda, una vez por la derecha y otra por la izquierda, con un látigo terminado en puntas cortantes. Un ayudante de la improvisada cofradía empieza por frotar las espaldas con un cepillo de cuchillas, ayudando a que la sangre comience a brotar. El resto lo hacen los latigazos, pausados y continuos, durante horas. La procesión de flagelantes, precedida por uno o varios individuos cargando una cruz, se dirige hacia la puerta de la catedral. Allí los flagelantes se tienden en el suelo y un nuevo grupo de ayudantes fustiga con palos y latigos sus ensangrentados cuerpos. En otra parte de la ciudad, un grupo de hombre ataviados con vestimenta romana y con barbas pintadas, azota a un Nazareno que arrastra lastimosamente una cruz por las calles, en una mezcla entre una catarsis de violencia y un simulacro.

Pero lo que congrega mayor interés entre los naturales y los visitantes es la crucifixión. A diferencia de otros años, ningún extranjero se ha hecho crucificar en esta ocasión. Algunos voluntarios, veteranos en este ritual, conocieron la cruz más de diez años seguidos. Contra lo que puede parecer, no es éste un espectáculo especialmente sangriento. Los clavos entran en las manos en una punzada limpia. Se ata los brazos del crucificado al palo y se eleva la cruz reposando aquél sus pies sobre una plataforma. Hay algunos gestos de dolor, pero los doce crucificados están preparados para este proceso. Cuando todo termina, los crucificados se marchan a pie varios kilómetros hasta sus casas con una venda en las manos. Hay que decir que este no es un rito reservado a los hombres. La última persona en abandonar la cruz ha sido una mujer, quien sufrió esta especie de martirio con gran naturalidad. No hay sorpresa ni impresión en los rostros de los devotos espectadores, solo la satisfacción de haber asistido una vez más a una recreación de la tradición del lugar.

El espectador tiende a calificar estos actos como de fanatismo religioso, arrastrado por la onda impresión de la sangre de los flagelantes. Pero -más alla de una manifestación de fe fanática-, hemos asistido a una demostración de valor y resistencia de los jovenes del lugar que significa tanto una expresión devota como una reafirmación personal. Aunque las caras tapadas pueden significar la humildad del penitente, el hecho real es un exhibicionismo del dolor y de la sangre.

Si nos preguntamos qué sentido tiene este ritual del sacrificio hoy, hay que tener en cuenta que se trata de una práctica de las clases bajas. En un país con tan abismales diferencias sociales, en que la injusticia del sistema no deja a veces a los desfavorecidos otra capacidad de decisión que la resignación cristiana ante el destino, la penitencia que hemos descrito es una forma de expresión de la religiosidad popular y de su cultura, tal vez la única voz que los desheredados pueden hacer oir una vez por año ante la falta de otras oportunidades.

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