Como en una representación teatral, los hechos
se desarrollan de acuerdo a un esquema previamente establecido.
Grupos de penitentes de cada barrio, con el pecho desnudo
y la cabeza tapada con un pañuelo, comienzan a golpearse
la espalda, una vez por la derecha y otra por la izquierda,
con un látigo terminado en puntas cortantes. Un ayudante
de la improvisada cofradía empieza por frotar las espaldas con
un cepillo de cuchillas, ayudando a que la sangre comience a
brotar. El resto lo hacen los latigazos, pausados y continuos,
durante horas. La procesión de flagelantes, precedida por uno
o varios individuos cargando una cruz, se dirige hacia la puerta
de la catedral. Allí los flagelantes se tienden en el suelo
y un nuevo grupo de ayudantes fustiga con palos y latigos sus
ensangrentados cuerpos. En otra parte de la ciudad, un grupo
de hombre ataviados con vestimenta romana y con barbas pintadas,
azota a un Nazareno que arrastra lastimosamente una cruz por
las calles, en una mezcla entre una catarsis de violencia y
un simulacro.
Pero lo que congrega mayor interés entre los naturales
y los visitantes es la crucifixión. A diferencia de otros
años, ningún extranjero se ha hecho crucificar en esta
ocasión. Algunos voluntarios, veteranos en este ritual, conocieron
la cruz más de diez años seguidos. Contra lo que puede parecer,
no es éste un espectáculo especialmente sangriento. Los clavos
entran en las manos en una punzada limpia. Se ata los brazos
del crucificado al palo y se eleva la cruz reposando aquél sus
pies sobre una plataforma. Hay algunos gestos de dolor, pero
los doce crucificados están preparados para este proceso. Cuando
todo termina, los crucificados se marchan a pie varios kilómetros
hasta sus casas con una venda en las manos. Hay que decir
que este no es un rito reservado a los hombres. La última persona
en abandonar la cruz ha sido una mujer, quien sufrió esta especie
de martirio con gran naturalidad. No hay sorpresa ni impresión
en los rostros de los devotos espectadores, solo la satisfacción
de haber asistido una vez más a una recreación de la tradición
del lugar.
El espectador tiende a calificar estos actos como
de fanatismo religioso, arrastrado por la onda impresión
de la sangre de los flagelantes. Pero -más alla de una manifestación
de fe fanática-, hemos asistido a una demostración de valor
y resistencia de los jovenes del lugar que significa tanto una
expresión devota como una reafirmación personal. Aunque
las caras tapadas pueden significar la humildad del penitente,
el hecho real es un exhibicionismo del dolor y de la sangre.
Si nos preguntamos qué sentido tiene este
ritual del sacrificio hoy, hay que tener en cuenta que se trata
de una práctica de las clases bajas. En un país con tan
abismales diferencias sociales, en que la injusticia del sistema
no deja a veces a los desfavorecidos otra capacidad de decisión
que la resignación cristiana ante el destino, la penitencia
que hemos descrito es una forma de expresión de la religiosidad
popular y de su cultura, tal vez la única voz que los
desheredados pueden hacer oir una vez por año ante la falta
de otras oportunidades.