Jorge Martín González tiene una
úlcera duodenal galopante y el gastroenterólogo
le aconsejó operarse. Días atrás había
conversado sobre su dolencia con una mujer joven a quien sorprendió
hojeando un libro sobre los sanadores filipinos en una librería
esotérica. Fue ella quien le habló de Emilio Laporga:
“Ahora está en Buenos Aires. Andá a verlo porque
él va a resolver tu problema”. Y anotó en un papelito
la dirección.
“¿Quién te recomienda?”, preguntó Angeles,
una agradable recepcionista de ojos claros, claros como las
huellas de cansancio en su cara. “No me dio su nombre. Pero
me dijo que Emilio Laporga era el mejor, que entra en trance
y opera sobre el cuerpo astral”, respondió Jorge, en
un intento por asegurarse su simpatía. “Estamos desbordados
de pacientes” -exhaló la mujer- así que no te
puede atender hasta el martes 14”.
Jorge no podía esperar. “Tiene que ser hoy. ¿Sabés
lo que pasa? No quiero poner mi salud en manos de un médico
ortodoxo: les perdí la confianza. Por eso me quiero dar
esta última oportunidad”, exageró.
Angeles se disculpó: tenía todos los turnos cubiertos.
A Jorge se le prendió la lamparita y añadió
un comentario tentador: “Si Emilio me atiende hoy vengo con
mi primo, que tiene a su madre enferma de cáncer, y la
puede traer de Rosario para que él la vea”.
Angeles aceptó hacer una excepción. Era la mañana
del viernes 10 de marzo.
FALSOS DOLORES
Jorge Martín González era el falso nombre del
autor de esta nota. Tan falso como su historia. Pero era el
mejor pretexto que se le había ocurrido para hacerse
atender acompañado por su primo, que en realidad era
el ilusionista profesional y experto en fraudes psíquicos
Enrique
Márquez.
El punto de arranque de esta crónica había sido
el mensaje anónimo de un hombre que dijo: “El filipino
volvió a las andadas. Vayan a Callao 796, Piso 9, que
está atendiendo ahí con dos médicos. Pero
apúrense porque está por irse del país”.
El diálogo con Angeles fue cierto. Tan cierto como que
todo estaba listo para que el médico espiritual opere
a Jorge de una úlcera inexistente. Las tres primeras
sesiones tendrían lugar ese mismo viernes. La intervención
continuaría durante la mañana del sábado.
El día anterior, otra cronista -acompañada por
un fotógrafo, brillante en su papel de marido crédulo
pero preocupado-, hizo las primeras averiguaciones. “Siento
puntadas muy fuertes en el tobillo, tanto que no me dejan apoyar
el pie”, fue su dolor de presentación.
La estrategia de los nombres cambiados y los síntomas
falsos era imprescindible: Laporga huye de la prensa como de
la peste. En 1989 -cuando cayó preso por primera vez-
supo que es preferible la minúscula pero segura fama
de la recomendación de voz en voz que las mayúsculas
de los titulares de las páginas policiales.
EL CANAL DE DIOS
El estilo de Laporga es veloz e impactante: distribuye a los
pacientes en varias habitaciones para trabajar en simultánea,
atiende como el rayo para que pase rapidito el que sigue, cobra
350 dólares por sesión y pretende realizar operaciones
de cirujía mayor a mano desnuda, sin anestesia y sin
ninguna garantía de que tome precauciones antisépticas.
El doctor Juan Antonio
Martínez no sólo presta su consultorio: también
su título y asiste al curandero en cada fase del tratamiento,
con la ayuda de un médico homeópata.
El aspecto del lugar sería sobrio si no fuera por la
columna de botellas de agua mineral al lado del escritorio,
el retrato de Jesús y una foto sonriente del sanador,
cerca de tres certificados que llevan la firma del Dominador
Emilio Laporga. El agua -armonizada por Emilio- es para beber
durante los 15 días del tratamiento, lapso en el que
“se evitarán las carnes rojas, tomar alcohol y bebidas
gaseosas, incluyendo sodas, pues las burbujas dificultan el
paso de la energía”.
Angeles -un nombre perfecto para acompañar a quien pretende
remediar cualquier clase de enfermedad en su calidad de canal
de Dios- le había explicado a la cronista: “Emilio realiza
transfusiones de energía. Pero no ataca el efecto sino
la causa. Es capaz de hacer diagnósticos sin que nadie
le diga lo que tiene. Si yo te pregunto cuál es tu problema
es por una cuestión de tiempo. Pero vos podés
venir con una dureza en el pecho, él te toca y sabe si
es cáncer o un nódulo sin necesidad de que te
hagas una mamografía”. Angeles le indicó que el
sanador tomaría el dedo índice de su marido, “que
a una distancia de 20 o 30 centímetros realizará
un corte, sin que nadie te toque”.
Ella agradeció la explicación y respondió
que iría hasta un Banelco a retirar el dinero. Pero aprovechó
para abandonar definitivamente la idea de volver por allí.
LA HORA DE LA VERDAD
En la sala esperaban un abuelo que apenas si podía mantenerse
en pie, una mujer con cáncer de mama y una nena con ojos
de muñeca que miraba al padre con cara de susto: “Tenés
que tener fe, hija, no te podés poner así”. Una
señora con acento español, acaso incómoda
por las preguntas del cronista, le dijo: “Tú tienes una
mirada incrédula, no puedes venir con tantas dudas”.
Explicó que se atendía desde hace cuatro años
y que su cáncer había retraído. “Perdón,
señorita -decidió intervenir un señor moreno-.
Yo tengo fe de sobra, por eso regresé. Pero Emilio también
atendió a mi hermana de cáncer y no se salvó.
Y ella también tenía mucha fe”.
Susana, una segunda recepcionista, se encarga de cobrar y dar
la explicación final. “Hoy recibirá las primeras
tres partes del tratamiento. Mañana las últimas
dos. Son 350 pesos”. El cronista abonó 150 y prometió
el resto para el otro día. “Pero, eso sí -añadió-
tiene que entrar solo”.
“¿Cómo? ¿No me puede acompañar mi
primo?”. “No -dijo Susana, solemne- para que Emilio pueda transmitir
energía usted necesita estar relajado. El pide estar
a solas con su paciente y sus ayudantes, y no podemos pasar
por encima de su autoridad”. El cronista no mentía cuando
agregó: “Es que me parece que voy a estar más
tranquilo si él me acompaña”.
Sin el “primo” Enrique Márquez -es decir, el testigo
experto que tuvo la gentileza de acompañarme-, el cronista
corría el riesgo cierto de inmolar su pureza sanguínea
sin extraer de la patriada el menor beneficio. Los temores del
cronista, en realidad, eran los mismos por los cuales la técnica
es peligrosa para cualquiera: el instrumento mediante el cual
inflige el corte es un potencial vehículo de transmisión
y contagio de enfermedades infecciosas, como la hepatitis B,
la endocarditis bacteriana o el sida. Como el curandero alega
que es un corte psíquico, es imposible pedirle que esterilice
la hoja de afeitar, la aguja o cualquier otro elemento cortante
que utiliza subrepticiamente durante la operación.
Al final, Susana trajo el sí de Laporga. Pero también
una advertencia: “Se equivocan si piensan que éste es
un espectáculo de sangre”. En ese momento, cronista y
mago supusieron que el plantel del sanador había descubierto
que la insistencia era sospechosa.
Fe -el concepto más repetido por los consultantes- fue
lo primero y lo último que el médico dijo que
le faltaba al cronista cuando notó el nerviosismo con
que aguardaba en la camilla la llegada de Laporga.
Martínez preguntó qué lo traía por
allí como cualquier médico convencional, le pidió
que se descalce y se retiró sin intentar el más
ligero chequeo.
Cuando Laporga entró al consultorio, Márquez no
le quitaba los ojos de las manos. El mago no era el mejor aliado
del paciente falso: su interés, ante todo, era científico
y profesional. La idea era sorprender a Laporga justo cuando
hiciera el corte. De hecho, habían acordado que él
no dejaría de observar aún cuando el sanador le
trazara un siete en la panza.
Por desgracia para el mago -y por fortuna para el cronista-,
el filipino se limitó a frotar con aceite de coco, masajear
su abdomen con ambas manos y verter agua para “extraer energía
negativa”, mezcla que formó un arroyito color café
con leche en el ombligo y que luego recogió con una cuchara,
que fue a parar dentro de un bol que sostenía el médico.
Acto seguido, alguien le pidió al mago que se retire.
El cronista sospechó lo peor, y recordó la cicatriz
que le dejó en la espalda a una paciente con la que había
conversado el día anterior.
Sin embargo, Laporga cerró los ojos, le puso un dedo
sobre la frente, otro en el vientre, y repitió durante
un minuto una sucesión de presiones ligeras. A ese último
paso le llamaban armonización.
“¿Me voy a tener que operar de la úlcera?”, preguntó
el cronista con un hilito de voz. “No, no va a hacer falta.
Pero mañana vuelva solo”, respondió el filipino.
El falso paciente evocó un procaz y glorioso gesto popularizado
por Alberto Olmedo, equivalente a “No, gracias”. Hasta ahí
había llegado su amor por el muchas veces insalubre oficio
de informar.
Primera publicación: Sección “En
trance”, diario “La Prensa”, Buenos Aires, 13 de marzo de 1995.
BIOGRAFIAS RELACIONADAS
Emilio Laporga
Enrique
Márquez
NOTAS RELACIONADAS:
Cirujanos
Psíquicos Filipinos: la Reinvención de la Tradición
“Bienvenido
el fraude” (Entrevista a Claudio María Dominguez)
Con título
prestado
El
sanador manos de tijera
La esperanza
no cura
¿No
hay nada que hay que perder?
|